Desde sus orígenes en el pensamiento aristotélico hasta su desarrollo en la escolástica medieval, el Estado y el mercado fueron concebidos como realidades orgánicas, surgidas naturalmente de los cuerpos sociales —desde la legislación hasta la división del trabajo por oficios— y fundamentadas en el derecho natural y el bien común. Esta visión tradicional entendía que las instituciones políticas y económicas no eran meras construcciones artificiales, sino extensiones de la sociabilidad humana, destinadas a facilitar la justicia y la prosperidad material y moral de la comunidad. Sin embargo, la teoría moderna del Estado —ya sea bajo el liberalismo, el socialismo o el positivismo jurídico— ha invertido esta comprensión, presentando al Estado como un instrumento de opresión sobre los individuos y las clases. Lo que estos enfoques no reconocen es que tal caracterización no aplica al Estado en su sentido clásico, sino precisamente al Estado moderno burocratizado, una estructura que, para perpetuarse, no tuvo más opción que expandirse, desplazando a los cuerpos sociales naturales —gremios, familias, comunidades locales— que antes actuaban como intermediarios entre el individuo y el poder.
De manera análoga, el mercado, que en su forma originaria surgía de manera espontánea como un espacio de intercambio dialéctico entre productores y consumidores, ha sido secuestrado por monopolios, grupos de interés y una burocracia financiera que lo ha desnaturalizado. Estos actores interfieren en el productor —distorsionando sus costos mediante regulaciones e impuestos— y en el consumidor —manipulando sus deseos a través de la publicidad y el crédito fácil—, al tiempo que corrompen el medio mismo del comercio, el dinero. Este, que debería ser la "sangre" del intercambio, se ha convertido en un instrumento de dominación, inflado por bancos centrales y devaluado por políticas monetarias arbitrarias.
El Estado como Comunidad Orgánica
Para Aristóteles, el hombre es un zoon politikón, un animal político cuya naturaleza lo impulsa a vivir en sociedad. La polis no es un invento arbitrario, sino el resultado natural de las asociaciones humanas básicas como la familia, la aldea, y finalmente, la ciudad-estado. Esta concepción orgánica del Estado implica que su legitimidad no deriva de un contrato o de la voluntad de un soberano, sino de su capacidad para realizar el bien común, entendido como la perfección moral y material de sus miembros.
Los escolásticos, particularmente Tomás de Aquino, profundizaron en esta idea, integrando la filosofía aristotélica con la teología cristiana. Para ellos, el Estado no es un leviatán opresor, como lo concibió Hobbes, ni un mero árbitro de intereses privados, como sostendrían los liberales, sino una entidad moral cuya función es garantizar la justicia distributiva en el reparto equitativo de bienes y cargas y la justicia legal en el ordenamiento de la sociedad en el bien.
Un elemento clave de esta visión es el principio de subsidiaridad en que las instancias superiores de gobierno no deben absorber las funciones que pueden cumplir adecuadamente las comunidades menores. Los gremios, las cofradías, los municipios y la familia misma son los pilares de una sociedad sana, pues en ellos el hombre concreto encuentra protección, identidad y participación real en la vida pública. La centralización estatal, en cambio, destruye estos lazos, reemplazándolos por una fría administración burocrática incluso cuando se comporta de un modo asistencialista.
La Deformación Moderna del Estado
La ruptura con esta tradición comenzó con el nominalismo de Occam y se consolidó con el contractualismo de Hobbes, Locke y Rousseau. Estos pensadores redujeron el Estado a un artificio creado por individuos aislados que buscan seguridad según Hobbes o protección de la propiedad según Locke. La idea de un orden natural objetivo se desvanece, y con ella, la noción de que el poder político tiene un fin trascendente.
El Estado moderno, ya sea en su versión liberal o socialista, tiende inexorablemente a la burocratización. Max Weber ya advirtió que la racionalización instrumental conduce a una "jaula de hierro" administrativa, donde las decisiones se toman lejos de los afectados. Pero el problema es más profundo al eliminar los cuerpos intermedios, el Estado se convierte en el único mediador entre el individuo y el colectivo, generando una dependencia patológica. Ejemplos históricos abundan desde el jacobinismo francés, que aplastó las autonomías regionales en nombre de la "voluntad general", hasta los regímenes comunistas, que estatizaron hasta la más mínima expresión de la vida social.
Esta burocratización no es neutral y crea una clase parasitaria que vive del erario público y que, para justificar su existencia, debe expandir indefinidamente su control. Así, el Estado deja de ser un servidor del bien común para convertirse en un fin en sí mismo, sofocando la iniciativa social bajo regulaciones, impuestos y una inflación normativa que hace imposible la vida comunitaria espontánea.
El Mercado Ético
Al igual que el Estado, el mercado fue originalmente entendido como una institución natural. Los escolásticos, retomando a Aristóteles, distinguían entre la economía en la administración del hogar para satisfacer necesidades reales y la crematística en el arte de acumular dinero por el dinero mismo. El comercio legítimo era aquel que facilitaba el intercambio de bienes según el precio justo, determinado no por la oferta y demanda abstracta, sino por el costo del trabajo y la utilidad social del producto.
El dinero, en esta visión, era un mero instrumento de intercambio, no un commodity. La usura —cobrar interés por el dinero prestado— era condenada porque convertía un medio en un fin, pervirtiendo la función del crédito. La prohibición canónica de la usura no era un capricho medieval, sino un reconocimiento de que el dinero no debe generar dinero sin trabajar, pues eso lleva a la explotación del deudor y a la concentración de riqueza en manos de unos pocos a costa de muchos.
Sin embargo, el capitalismo moderno, especialmente en su fase financiera, ha invertido estos principios. Hoy, el mercado no es un espacio de encuentro entre productores y consumidores, sino un sistema global dominado por monopolios, bancos y empresas que manipulan tanto la producción como el consumo.
Las grandes empresas externalizan costos ambientales y laborales, mientras dependen de subsidios estatales y proteccionismo legal logrando una anipulación de los costos. La publicidad ya no informa sobre productos útiles, sino que crea necesidades artificiales, fomentando un consumismo alienante provocando manipulación de los deseos. Las monedas fiduciarias (incluida el oro) han permitido a los bancos inflar la masa monetaria, generando ciclos de auge y crisis que enriquecen a los financieros y empobrecen a los trabajadores. El resultado es un sistema donde el mercado ya no sirve a la sociedad, sino que la sociedad sirve al mercado.
Hacia una Restauración de lo Orgánico
Frente a esta doble crisis —del Estado burocrático y del mercado financiarizado—, la tradición etica tiene principios rectores para una reconstrucción social al recuperar la subsidiaridad el poder debe devolverse a las comunidades locales, fortaleciendo familias, gremios y municipios. El Estado nacional debe limitarse a lo que las instancias menores no puedan resolver. Restaurando el dinero real y al abolir el sistema de reserva fraccionaria y volver a una moneda respaldada por bienes tangibles para evitar la explotación vía inflación. Rechazando la usura al implementar modelos de banca ética donde el préstamo esté ligado a la producción real. Protegiendo el mercado de monopolios reglando no para estatizar, sino para garantizar competencia real y precios justos, castigando prácticas oligopólicas. Solo con todo esto se reduce casi por completo el sistema tributario y la recaudación impositiva reemplazandola por una contribución mutua de bienes y servicios.
Alguna vez el mercado fue un instrumento del Estado, Guy Debord decía que el neoliberalismo pondría al Estado al servicio del mercado.
El Estado moderno y el capitalismo financiero son dos caras de una misma moneda, la negación de la naturaleza social del hombre y su sustitución por mecanismos impersonales de control. Frente a esto, la tradición nos recuerda que ni el Estado ni el mercado son fines en sí mismos, sino herramientas al servicio del bien común. Recuperar esta sabiduría no es un mero ejercicio académico, sino una necesidad urgente para evitar el colapso de una civilización que ha perdido el rumbo. Solo reintegrando lo orgánico —la familia, el trabajo honesto, la comunidad— podremos escapar de la jaula de hierro burocrática y financiera que amenaza con devorar lo último que nos queda de humanidad.
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