La Estafa Monetaria (segunda parte)

 

Regimen Bancario contra Soberanía Nacional


Anteriormente en otro artículo explicamos los factores concretos de la inflación que los "multifactores" de la teoría progresista no explica, como la otra media verdad silenciada por teóricos monetariastas y austroliberales. 

Si el dinero es la sangre de la economía, el régimen bancario es su sistema circulatorio. Pero no se trata de un sistema orgánico ni de un equilibrio natural, sino de una maquinaria artificialmente implantada, diseñada para canalizar toda la energía productiva de las sociedades hacia un centro de control financiero que no produce nada, pero cobra por todo. El sistema bancario privado, desde su cúpula internacional hasta las oficinas comerciales de barrio, es una estructura de apropiación institucionalizada que transforma la necesidad de intercambio en dependencia, la deuda en motor de funcionamiento y el interés en un mecanismo de extracción perpetua de "valor". El ciudadano trabaja, produce, paga impuestos y consume; el banco registra, presta y cobra. Nada más. Nada menos.

El banco comercial moderno no necesita imprimir dinero, le basta con asentarlo. La moneda ya no se acuña con metales ni se imprime con respaldo, se digita. Y cada digitación se convierte en una obligación, en una carga con fecha y costo, una deuda que produce intereses y que esos intereses reproducen a su vez con nuevas emisiones. Se trata de una lógica exponencial que no busca ser saldada, sino renovada eternamente. El banco no espera que devuelvas el crédito, sino que pagues los intereses hasta el fin de tus días. El capital prestado es un señuelo; la ganancia está en el flujo constante de dinero generado por el trabajo ajeno. Lo que comenzó como una herramienta de crédito se transformó en una máquina de tributo.

Y el Estado, lejos de representar un freno a este mecanismo, se ha convertido en su garante. A través del Banco Central —esa institución que debería custodiar la moneda nacional y el bien común— se articula un sistema que pone a disposición de los bancos privados toda la estructura estatal de legislación, emisión, deuda, subsidios, rescates y represión. No hay país, por soberano que se proclame, que escape a este pacto el Estado es un deudor institucionalizado, una suerte de rehén que firma su rendición con cada bono emitido, cada letra del tesoro colocada, cada tasa de interés convalidada. El político puede cambiar, pero el pago permanece.

El Banco Central, teóricamente público, está sometido a una lógica financiera privada. Sus reservas no provienen de la riqueza nacional, sino de préstamos de bancos extranjeros, organismos multilaterales y colocaciones de deuda interna que deben ser pagadas con más deuda o con bienes reales de producción, tierra, servicios estratégicos. Y esa deuda tiene una moneda, el dólar. El patrón dólar, sin más respaldo que el poder militar y comercial del imperio, se erige como referencia ineludible para toda transacción global. Así, el Banco Central se convierte en un intermediario que cambia deuda pública por dólares a prestamistas privados, entrega títulos a bancos comerciales, convalida tasas absurdas y luego aplica una política monetaria que destruye la moneda local para favorecer la salida de capitales.

Pero el truco maestro reside en los intereses. Cada vez que se fija una tasa, se está estableciendo un impuesto encubierto. Un banco comercial otorga un préstamo al 80%, financiado con dinero que no existía antes de ser acreditado, y lo cobra con trabajo, producción y tiempo de vida. El interés no se genera, se extrae. Y esa extracción no se detiene. Aunque el préstamo se pague, los intereses ya fueron devorados por el sistema de precios en los alimentos, los combustibles, las tarifas, los alquileres, todo sube porque todo está influido por una deuda previa que se incorpora al costo final. Aun quien no se endeuda paga intereses en cada cosa que compra. Y esos intereses terminan concentrados en las manos de quienes no producen nada más que anotaciones en cuentas electrónicas.

El Banco de Pagos Internacionales, entidad que opera en las sombras de Basilea, actúa como el vértice de esta pirámide. Allí se establecen los acuerdos entre bancos centrales, se definen los márgenes de política monetaria global, se supervisan los balances contables de las reservas internacionales y se diseñan las normas de Basilea que determinan cuánto dinero puede prestar cada banco en función de su capital ficticio. El Banco Central de cada país actúa, entonces, como sucursal obediente de un consenso financiero transnacional. El Estado se transforma en un cliente de su propia moneda, emitiendo deuda para poder sostener el valor del billete que imprime, pidiendo prestado a privados lo que podría emitir soberanamente, pagando intereses para mantener el "crédito internacional".

Y el ciudadano, atrapado en esa telaraña, siente las consecuencias todos los días. El salario alcanza cada vez menos. No porque los bienes escaseen, sino porque el dinero pierde poder. La inflación no es más que el resultado de una emisión que no responde a la producción sino a la necesidad del banco de colocar más préstamos. Como los bancos multiplican dinero contable a partir de un depósito mínimo —reserva fraccionaria— el mercado se inunda de dinero artificial, pero los bienes no aumentan al mismo ritmo. Entonces suben los precios, y para combatirlos se suben las tasas de interés, lo que encarece los créditos, frena la inversión productiva y genera más desempleo. Un círculo vicioso que beneficia siempre al prestamista.

El sistema no necesita conspiraciones para funcionar, porque ya está institucionalizado. El banco privado actúa legalmente dentro de una arquitectura diseñada para privilegiar su rentabilidad. La emisión diaria de dinero digital, la compraventa de deuda estatal, el manejo de tasas, el arbitraje entre monedas, la especulación con activos financieros, todo forma parte de un mecanismo que traslada riqueza real en tiempo, tierra, trabajo hacia una élite que no necesita producir, solo cobrar.

Incluso los momentos de crisis son oportunidades para este régimen. Cuando hay inflación descontrolada, el banco central sube las tasas; cuando hay recesión, se recurre a subsidios bancarios; cuando hay fuga de divisas, se piden dólares prestados. En todos los escenarios posibles, el sistema financiero gana. Los títulos, los pases pasivos, los bonos dolarizados, los seguros de default, las garantías sobre exportaciones futuras todos instrumentos técnicos que cumplen un solo objetivo, asegurar que el flujo de interés no se detenga. Lo demás —educación, salud, infraestructura, salario, consumo— es secundario. Lo primordial es que el servicio de deuda se pague.

Y si no se paga, se ajusta. Porque la lógica bancaria es la del acreedor y quien debe, obedece. No importa qué se vote, qué programa económico se adopte, qué promesas se hagan en campaña. El verdadero poder no está en el parlamento ni en la presidencia, sino en la mesa de negociación con los bancos. Allí se decide el presupuesto, las metas fiscales, la emisión monetaria, el tipo de cambio, la apertura comercial. La soberanía es una ilusión mientras la moneda dependa del crédito y el crédito esté monopolizado por bancos que responden a intereses privados.

La bancarización forzada de los subsidios, los sueldos y las ayudas estatales es otra capa de este control. No se trata de modernización, sino de disciplinamiento. Cuando todo pasa por una cuenta, cada movimiento se puede rastrear, cada consumo se puede vigilar, cada subsidio se puede condicionar. Así se mide el PBI. El efectivo, único refugio del pobre, es combatido con argumentos morales de evasión, informalidad, inseguridad. En realidad, molesta porque escapa al radar de los bancos, porque no genera comisión ni interés. El dinero virtual es el que permite que el banco gane incluso cuando no presta en cada transacción genera un ingreso, cada saldo inmovilizado es una fuente de ganancia.

Y así llegamos a la paradoja de nuestro tiempo trabajamos más, producimos más, generamos más riqueza que nunca en la historia, pero estamos más endeudados, más precarizados, más vigilados. ¿Cómo es posible? Porque el centro de gravedad de la economía ya no está en la producción sino en la deuda. Y la deuda, a su vez, está diseñada no para ser cancelada, sino para ser eterna. Es el nuevo tributo del mundo moderno. Un diezmo financiero que se cobra no una vez al mes, sino cada minuto, con cada compra, con cada pago, con cada impuesto.

El régimen bancario no necesita tomar el gobierno por la fuerza. Le basta con controlar la moneda. Porque quien controla la moneda, controla el crédito; y quien controla el crédito, decide qué se puede hacer y qué no, quién puede invertir y quién no, qué proyecto es viable y cuál es inviable. Y si todo está atado al crédito, entonces todo está subordinado a la lógica del interés. Ni la salud ni la educación ni la vivienda ni la alimentación escapan a este imperio. Todo tiene precio, todo se mide en tasa, todo se convierte en activo financiero. El dinero es el cerrojo de la economía, el dinero es energía e información "¿cómo? ¿cuando? ¿dónde?", el conocimiento es poder y soberanía.

La cuestión de si uno pide o no dinero prestado es irrelevante, porque los intereses se transmiten a través de los precios y de la deuda estructural del Estado. Cada producto que compramos, cada servicio que usamos, ya contiene incorporado el costo financiero de su producción, transporte o comercialización. El comerciante paga intereses, el productor paga intereses, el Estado paga intereses, y todos los trasladan a los precios. Así, incluso quien jamás haya solicitado un crédito, paga intereses de forma constante y obligatoria, a través de su consumo y sus impuestos. Vivimos hipotecados por un dinero que nunca pedimos.

La gran estafa no es que los bancos roben, sino que hayan convencido al mundo de que sin ellos no se puede vivir. De que necesitan préstamos y por ende el que presta establece un impuesto privado. Que el desarrollo necesita deuda, que el consumo necesita tarjeta, que el ahorro necesita banco. Y peor aún que el dinero que uno gana no le pertenece, sino que es una anotación contable que depende del sistema bancario para existir. Que si el banco cierra, uno no puede comer. Esa es la cárcel invisible que se ha construido en nombre del progreso.

Y no hay reforma posible si no se quiebra esa matriz. No se trata de regular un poco más o de crear nuevos impuestos a la banca. Se trata de recuperar la soberanía sobre la moneda. De reconstruir una economía basada en producción y no en crédito, de reconstruir una moneda basada en el intercambio y no en el interés. De liberar al Estado de la necesidad de endeudarse para funcionar, de medir la moneda con un patrón manejado por monopolios. De romper la lógica de la deuda perpetua y el interés como dogma. De volver al sentido original del dinero como un instrumento de intercambio, no un arma de control.

Hasta que eso no ocurra, el régimen bancario seguirá reinando. Los gobiernos pasarán, las crisis vendrán, las ideologías se enfrentarán. Pero el banco siempre ganará. Porque en este sistema, el que crea el dinero, crea la realidad.


La Multiplicación Bancaria y Expansionismo Monetario


La multiplicación bancaria es uno de los mecanismos más invisibles pero más determinantes en el diseño de la economía moderna. A través de lo que se conoce como “reserva fraccionaria”, el banco comercial no presta el dinero que tiene, sino que crea dinero a partir del que no tiene. Si recibe un depósito de 100, legalmente puede prestar 2.000, manteniendo apenas 5 como reserva mínima. El número varía según la regulación, pero el principio es el mismo, multiplicar el dinero creado de la nada bajo la promesa de que no todos los depositantes reclamarán su dinero al mismo tiempo. Esta multiplicación, que puede llegar a ser 20 sobre 1 o incluso más en la práctica diaria, no es una distorsión, sino el corazón del negocio bancario. Es una ilusión cuidadosamente aceptada todos creen tener dinero, pero en realidad sólo poseen una expectativa de dinero. Y esa expectativa está respaldada por una deuda. Cada billete en circulación, cada anotación digital en una cuenta bancaria, corresponde no a un valor real producido, sino a una deuda asumida, con interés.

Es decir, el dinero nace ya con un precio. Y ese precio es el interés que se debe pagar por su creación. Pero si todo el dinero en circulación ha sido emitido como deuda, entonces los intereses no existen todavía. No están en el sistema. Son exigidos, pero no creados. ¿Cómo se pagan entonces? Con nueva deuda. Y ese mecanismo, de una obviedad brutal, es lo que sostiene el crecimiento compulsivo del sistema financiero. Para pagar los intereses del dinero viejo, hay que emitir dinero nuevo, lo que genera más intereses, que a su vez requieren más emisión. Es una rueda que nunca se detiene. Y como esa deuda genera una presión sobre toda la economía, el Estado se ve obligado a intervenir.

El Estado no produce dinero. Lo recibe. ¿De dónde? De los impuestos. Pero como la economía está saturada de deuda, la presión tributaria crece. El trabajador no sólo paga su deuda personal —créditos, tarjetas, hipotecas— sino que paga también la deuda del Tesoro, a través de impuestos directos e indirectos que financian los intereses de la deuda pública. Cada peso que el Estado destina al pago de intereses es un peso menos para salud, educación o infraestructura, y un peso más que debe recaudar de los ciudadanos. Así, el interés se transforma en tributo. Y ese tributo, lejos de resolver el problema, lo perpetúa al intentar pagar los intereses del sistema, lo alimenta.

El círculo se completa cuando el Estado, agotado de extraer impuestos, decide volver a endeudarse para cubrir su déficit. Pide prestado a los mismos bancos que crean el dinero de la nada, y les entrega bonos garantizados por la recaudación futura. Es decir se compromete a cobrarle más al pueblo para pagarle al banco. Esta es la mecánica profunda del sistema, el interés no es sólo una renta privada, es una carga pública. Y el impuesto moderno, antes que financiar al Estado, sirve para sostener los compromisos con el sistema bancario.

Este proceso, aunque se presenta como una sofisticación de la modernidad financiera, tiene antecedentes históricos mucho antes de la existencia de los bancos centrales. La inflación, ese fenómeno tan temido como mal comprendido, ya era conocido en la antigüedad. En Roma, durante los siglos III y IV, el Estado comenzó a enfrentar una creciente dificultad para financiar el aparato imperial a causa de que parte de las monedas iban a oriente a cambio de mercaderías, así como la carencia de minas. La solución fue degradar las monedas. Se redujo el contenido de plata del denario y luego del antoniniano, al punto de que lo que circulaba como “moneda” no era más que una cáscara de cobre recubierta por una fina capa de plata. Las monedas bastardas —como se las conocía— mantenían su valor nominal, pero su valor intrínseco era casi nulo. Esto generó una pérdida de confianza, una aceleración de los precios y, finalmente, un colapso del comercio. La inflación romana no fue consecuencia de una emisión digital o de una política monetaria expansiva fue el resultado de una desesperada maniobra de supervivencia fiscal, que terminó destruyendo la economía real.

Siglos más tarde, en la Holanda del siglo XVII, otra forma de inflación afectó a la economía, la especulación. Durante la llamada “crisis de los tulipanes”, los bulbos de ciertas flores alcanzaron precios exorbitantes en los mercados de futuros. La expectativa de ganancias futuras alimentó una fiebre compradora que desconectó completamente el valor del bien de su utilidad. Aunque no se trató de una emisión monetaria en el sentido clásico, sí se generó una inflación de precios impulsada por una demanda ficticia, financiada en muchos casos por deudas. Cuando el entusiasmo se quebró, los precios se derrumbaron y miles de inversores quedaron arruinados. El dinero, cuando se desvincula de la producción y se ata a la promesa especulativa, se convierte de un catalizador del comercio a un catalizador del desastre.

Más ilustrativo aún es el caso de la España del siglo XVI. La conquista de América trajo un torrente de oro y plata a la península. Parecía una bendición, los barcos llegaban cargados de metales preciosos, las arcas reales rebosaban, y los mercados se llenaban de monedas recién acuñadas. Pero la abundancia fue una trampa. Como explicaron los economistas de la Escuela de Salamanca, el aumento súbito del dinero en circulación sin un correspondiente aumento de bienes produjo una fuerte inflación. Los precios se dispararon, los salarios no siguieron el ritmo, y la riqueza se concentró en manos de quienes controlaban los canales de distribución. Fue una inflación sin bancos centrales, sin políticas monetarias activas, sin algoritmos financieros. Fue, simplemente, el desbalance entre dinero y producción. Una señal de que la inflación es, ante todo, un problema de confianza y proporción, no de tecnología o de época.

Estos ejemplos históricos muestran que el fenómeno de la inflación, el interés y la especulación no son nuevos. Lo que sí es nuevo es su institucionalización. El sistema bancario moderno ha convertido lo que antes eran crisis puntuales en una estructura permanente. Ya no se trata de colapsos esporádicos, sino de un funcionamiento regular que gira en torno a la deuda perpetua. Y mientras el dinero siga usandose como obligación y no como representación de valor real, mientras los bancos puedan multiplicar por veinte lo que no tienen, y mientras el Estado extraiga impuestos no para servir al pueblo sino para pagar intereses, el círculo no se romperá. El problema no es técnico, sino político. No es contable, sino estructural. Y no se resuelve con más regulación, sino con un cambio de raíz en la forma en que concebimos el dinero, la riqueza y el poder.


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