El Hispanismo en la Posmodernidad

 


El hispanismo, como corriente intelectual y política, ha sido un campo de batalla ideológica desde su surgimiento en los siglos XIX y XX. Dos de sus más destacados exponentes, el español Ramiro de Maeztu y el mexicano José Vasconcelos, articularon visiones que, más allá de la mera nostalgia imperial, buscaron reivindicar una identidad cultural iberoamericana frente a las hegemonías emergentes como el liberalismo anglosajón, el socialismo materialista, el indigenismo esencialista y el europeísmo desarraigado. La realidad ha desaparecido y reemplazada por el simulacro cultural, la sociedad del espectáculo y la fragmentación identitaria. Sus ideas adquieren nueva vigencia como resistencia contra las narrativas dominantes.

El concepto de simulacro cultural, resulta útil para entender cómo las identidades se construyen y se mercantilizan en la posmodernidad. Las ideologías contemporáneas —liberalismo, socialismo, indigenismo— ya no operan solo como sistemas de ideas, sino como espectáculos mediáticos, simulacros que ocultan su vacío bajo la retórica de la diversidad y la inclusión. El hispanismo de Maeztu y Vasconcelos, en cambio, propone una unidad espiritual y cultural que trasciende estas fragmentaciones, aunque no exenta de contradicciones.

Maeztu, en su obra Defensa de la Hispanidad, sostiene que la esencia de lo hispánico radica en la fusión de lo católico, lo imperial y lo popular, una síntesis que contrasta con el individualismo liberal y el materialismo socialista. Para él, la Hispanidad no es una raza, sino una misión histórica como la de preservar los valores trascendentes frente a la modernidad secularizadora. Sin embargo, en la sociedad del espectáculo, incluso esta defensa puede ser reducida a un símbolo vacío, apropiado por discursos nacionalistas o regionalistas que instrumentalizan el pasado para fines políticos inmediatos.

Vasconcelos, por su parte, en La Raza Cósmica, imagina un futuro donde Iberoamérica, gracias a su mestizaje, superará las divisiones raciales y culturales impuestas por el eurocentrismo y el indigenismo radical. Su visión es utópica, pero también una crítica al racionalismo europeo y al pragmatismo estadounidense. No obstante, en el contexto actual, donde el indigenismo y el regionalismo son a menudo cooptados por agendas globalistas o convertidos en mercancías identitarias, el ideal vasconceliano parece chocar con la realidad de una batalla cultural donde las identidades se diluyen en el relativismo o se radicalizan en esencialismos excluyentes.

La sociedad del espectáculo, ha transformado la cultura en un teatro de representaciones donde lo hispánico es reducido a folclore, a discurso políticamente correcto o, por el contrario, a bandera de reacción. El liberalismo hegemoniza el debate al imponer su narrativa de progreso individualista, mientras que el socialismo, en su versión más dogmática, reduce la historia a luchas de clases, ignorando la dimensión espiritual que Maeztu y Vasconcelos reivindicaban. El indigenismo, aunque legítimo en su denuncia de exclusiones históricas, cae a veces en un romanticismo anacrónico y en un micronacionalismo que niega el mestizaje, mientras que el europeísmo desprecia lo propio por una idealización acrítica de modelos ajenos.

Frente a esto, el hispanismo podría ser una contrahegemonía, en el sentido gramsciano, pero solo si logra evitar convertirse en otro simulacro. Debe rechazar tanto la folklorización como la instrumentalización política, reivindicando una tradición viva, no como nostalgia, sino como proyecto. La batalla cultural actual no se libra solo en el terreno de las ideas, sino en el de los símbolos, los medios y las emociones. El liberalismo triunfa porque domina el lenguaje del deseo y la libertad individual; el socialismo, porque monopoliza la retórica de la justicia; el indigenismo y los regionalismos, porque explotan el resentimiento histórico. El hispanismo, en cambio, debe ofrecer una síntesis superior, una comunidad de pueblos unidos por una historia y una cultura compartidas, pero abiertas al futuro.

Maeztu y Vasconcelos, cada uno a su manera, entendieron que la verdadera lucha era metapolítica, se trataba de definir qué significa ser iberoamericano frente a una hipertealidad en que las identidades son commodités intercambiables. Hoy, su legado exige ser releído no como dogma, sino como inspiración para una resistencia cultural que, sin caer en integrismos, afirme la vigencia de lo hispánico frente a las hegemonías disolventes de nuestro tiempo.


El Hispanismo frente al Globalismo Hegemónico


El hispanismo, como proyecto cultural y político, no puede limitarse a una mera reivindicación histórica; debe enfrentar las dinámicas del mundo actual, donde el globalismo se erige como la síntesis perfecta —y a la vez contradictoria— de liberalismo, socialismo, indigenismo y europeísmo. Para ello, debe emplear tres métodos críticos fundamentales como el análisis del simulacro cultural, la deconstrucción de la sociedad del espectáculo y la estrategia de batalla cultural contrahegemónica. Solo así podrá trascender la nostalgia y convertirse en una fuerza capaz de rearticular la identidad iberoamericana en la era de la disolución posmoderna.


El Simulacro Cultural y la Apropiación de lo Hispánico


El simulacro es como una representación que ha perdido su referente real, sustituyendo lo auténtico por una copia vacía. En el contexto globalista, lo hispánico ha sido reducido a un conjunto de símbolos intercambiables, el español como lengua mercantilizada, el mestizaje como discurso multiculturalista, la conquista como relato de victimización o heroísmo según conveniencia.

El liberalismo, en su versión globalista, celebra la hispanidad como un producto más del mercado en el turismo de "raíces españolas", la gastronomía como exotismo, la literatura como folklore. El socialismo, por su parte, vacía el hispanismo de su sentido histórico y lo convierte en una herramienta de lucha política, ya sea demonizándolo como opresor o instrumentalizándolo para discursos populistas. El indigenismo radical, en su rechazo al mestizaje, niega la síntesis cultural que Vasconcelos proponía, mientras que el europeísmo desprecia lo hispanoamericano como atraso, imponiendo modelos económicos y culturales ajenos.

Frente a esto, el hispanismo debe desenmascarar el simulacro, mostrando que la verdadera Hispanidad no es una marca registrada por el capitalismo global ni una bandera de tribalismos políticos, sino una tradición viva que integra fe, razón y comunidad. Maeztu ya advirtió que sin principios trascendentes, la cultura se convierte en mercancía; Vasconcelos, por su parte, vio en el mestizaje no una simple mezcla racial, sino una fusión espiritual. El desafío actual es rescatar esa profundidad en un mundo donde todo es reducido a imagen y consumo.


La Sociedad del Espectáculo y la Banalización de la Identidad


En la modernidad tardía, todo lo vivido se ha convertido en representación. Las identidades ya no se conforman desde la tradición, sino desde los medios, las redes sociales y los discursos políticos prefabricados. El hispanismo, si no quiere ser otro producto del espectáculo, debe evitar la folklorización cuando lo hispánico se reduce a fiestas patronales, danzas regionales o gastronomía, pierde su fuerza como proyecto cultural y se convierte en entretenimiento. Y la politización reactiva cuando es usado como arma contra el globalismo pero sin una propuesta alternativa, cae en el mismo juego espectacular que denuncia como los nacionalismos que usan símbolos hispánicos pero sin un trasfondo filosófico sólido.

El liberalismo globalista domina porque ha convertido la libertad en consumo; el socialismo, porque ha transformado la justicia en un show de victimización. El hispanismo, en cambio, debe recuperar el sentido de lo sagrado en la cultura, no en un sentido clerical, sino como resistencia a la banalización. La sociedad del espectáculo teme lo que no puede ser mercantilizado como la idea de destino histórico, de comunidad orgánica, de belleza como valor objetivo.


La Batalla Cultural Contrahegemónica


La dominación no se mantiene solo por la fuerza, sino por el consenso cultural. El globalismo es hoy la hegemonía perfecta porque ha absorbido y neutralizado todas las ideologías de izquierda a derecha como el liberalismo, toma el individualismo radical y el mercado como regulador universal, el socialismo que adopta el igualitarismo abstracto y la ingeniería social, el indigenismo que extrae el victimismo como herramienta de poder, el europeísmo que conserva el mito del progreso unilateral hacia un futuro desarraigado.

Frente a esto, el hispanismo debe ser una contrahegemonía inteligente, que no niegue los aportes de otras corrientes, pero que impugne su monopolio discursivo. Para ello, debe recuperar la idea de Imperio como espacio cultural, no como dominación, sino como red de pueblos unidos por una misión común (como propuso Maeztu), reivindicar el mestizaje como síntesis superior, no como multiculturalismo fragmentario (como soñó Vasconcelos), rechazar el falso dilema entre tradición y progreso, mostrando que el verdadero desarrollo es aquel que no renuncia a sus raíces.


Hacia una Hispanidad del Siglo XXI


El hispanismo no puede ser ni nostalgia ni rebeldía estéril. Debe ser una alternativa metapolítica que, usando las herramientas del simulacro, el espectáculo y la batalla cultural, enfrente al globalismo en su propio terreno. El mundo actual es una lucha por el relato, y si Iberoamérica no define el suyo, otros lo harán por ella. Maeztu y Vasconcelos, cada uno con sus límites, ofrecen claves para una resistencia que no se encierra en el pasado, sino que lo reinterpreta para conquistar el futuro. La tarea es monumental, pero necesaria o el hispanismo se convierte en una fuerza cultural viva, o será solo otro espejismo en el desierto de la posmodernidad.

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