La economía no es un sistema estático, sino dinámico, donde lo objetivo —desde el trabajo hasta los costos— interactúa constantemente con lo subjetivo. Esta relación va más allá de un reduccionismo teórico, pues ambos aspectos se influyen y condicionan mutuamente. Lo que los distingue —objetividad y subjetividad— es, paradójicamente, lo que los armoniza y denominamos el "valor". En su esencia más antigua, el valor estuvo ligado a lo duradero, pero hoy entendemos que su verdadera naturaleza reside en ese equilibrio cambiante entre lo tangible y lo intangible. Es lo que dió origen a la creación del termómetro, cuando algunos consideraban el agua templada fría para otros era caliente.
La Escuela de Salamanca y la Síntesis Temprana entre Valor Subjetivo y Objetivo
En el corazón del Renacimiento español, mucho antes de que Adam Smith escribiera La Riqueza de las Naciones o que los marginalistas revolucionaran la teoría económica, un grupo de teólogos y juristas de la Universidad de Salamanca sentó las bases de un pensamiento económico que, de manera sorprendentemente moderna, integró elementos tanto objetivos como subjetivos en su comprensión del valor. La Escuela de Salamanca, activa durante los siglos XVI y XVII, no solo abordó cuestiones morales y teológicas derivadas de la expansión del Imperio español, sino que también desarrolló ideas económicas innovadoras que anticiparon debates centrales de la economía política clásica y la "revolución marginalista". Su análisis del valor, aunque enmarcado en discusiones sobre precios justos y usura, constituye una de las primeras síntesis entre las dimensiones objetivas y subjetivas del valor, demostrando que esta dualidad ha estado presente en el pensamiento económico desde sus orígenes sistemáticos.
Contexto Histórico e Intelectual de la Escuela de Salamanca
El descubrimiento de América y la posterior afluencia masiva de metales preciosos a Europa generaron una serie de problemas económicos y morales sin precedentes. La inflación descontrolada, el comercio transatlántico y las cuestiones éticas relacionadas con la conquista y la explotación de las colonias exigían respuestas que la escolástica medieval, anclada en los textos de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, no podía proporcionar por sí sola. Fue en este contexto que figuras como Domingo de Soto, Martín de Azpilcueta y Luis de Molina, entre otros, comenzaron a reflexionar sobre temas económicos desde una perspectiva que combinaba la tradición tomista con las nuevas realidades del capitalismo incipiente.
Uno de los principales aportes de estos pensadores fue su tratamiento del precio y el valor. Siguiendo a Aristóteles, la escolástica medieval había defendido la idea del precio justo, entendido como aquel que reflejaba el valor intrínseco de un bien, determinado generalmente por su costo de producción o por normas comunitarias. Sin embargo, los salmantinos introdujeron matices cruciales al reconocer que el precio no podía establecerse de manera rígida, sino que dependía también de factores circunstanciales como la escasez, la necesidad y la utilidad percibida. En este sentido, su pensamiento contenía ya una tensión productiva entre lo objetivo (el costo, el trabajo) y lo subjetivo (la demanda, la urgencia).
Martín de Azpilcueta y la Teoría Cuantitativa del Dinero
Uno de los ejemplos más claros de esta síntesis se encuentra en la obra de Martín de Azpilcueta, quien analizó los efectos de la llegada de oro y plata americanos sobre los precios en Europa. Azpilcueta observó que la abundancia de metales preciosos había generado una inflación generalizada, lo que lo llevó a formular una versión temprana de la teoría cuantitativa del dinero. Según su razonamiento, el valor del dinero no era fijo, sino que dependía de su cantidad en circulación, a mayor oferta monetaria, menor poder adquisitivo de cada unidad.
Esta idea, aunque centrada en el dinero, tenía implicaciones profundas para la teoría del valor. Por un lado, reconocía que el valor del dinero y, por extensión, de los bienes, estaba influido por factores objetivos como la cantidad disponible. Pero, al mismo tiempo, Azpilcueta destacaba que el valor también respondía a dinámicas subjetivas, como la percepción de escasez o abundancia. Su análisis mostraba que el precio no era una cualidad intrínseca, sino el resultado de una interacción entre condiciones materiales y valoraciones humanas.
Luis de Molina y el Valor como Consenso Social
Luis de Molina, otro destacado miembro de la Escuela de Salamanca, llevó estas reflexiones aún más lejos al argumentar que el precio justo no podía determinarse de manera abstracta, sino que emergía naturalmente del libre acuerdo entre compradores y vendedores en el mercado. Para Molina, el valor de un bien dependía de su estimación común, es decir, de la valoración colectiva que surgía de las interacciones comerciales. Este enfoque anticipaba conceptos que luego serían centrales en la economía moderna, como la idea de precios como mecanismos de información o la noción de equilibrio de mercado.
Sin embargo, Molina no caía en un subjetivismo extremo. Reconoce que ciertos factores objetivos, como la dificultad de producción o la rareza de un bien, influían en su estimación común. En otras palabras, el valor era una síntesis entre lo que el bien costaba producir (dimensión objetiva) y lo que la sociedad estaba dispuesta a pagar por él (dimensión subjetiva). Esta postura, aunque formulada en términos teológicos y jurídicos, contenía los gérmenes de lo que siglos después serían las teorías del valor-trabajo y del valor-utilidad.
La Escuela de Salamanca en la Historia del Pensamiento Económico
Aunque a menudo pasada por alto en los relatos convencionales, la Escuela de Salamanca representa un momento fundacional en la evolución de la teoría del valor. Su mérito radica no solo en haber anticipado conceptos clave de la economía moderna, sino en haberlo hecho desde un marco que evitaba los reduccionismos posteriores. A diferencia de los clásicos, que enfatizaron casi exclusivamente los costos objetivos, o de los marginalistas, que privilegiaron la utilidad subjetiva, los salmantinos sostuvieron una visión integradora donde el valor surgía de la interacción entre realidades materiales y valoraciones humanas.
Esta síntesis temprana entre lo objetivo y lo subjetivo fue posible gracias al carácter interdisciplinario de su pensamiento, que combinaba teología, derecho y filosofía moral. Lejos de ser una mera curiosidad histórica, su enfoque ofrece lecciones valiosas para la economía contemporánea, que sigue luchando por reconciliar dimensiones cuantitativas y cualitativas del valor. Así como las criptomonedas, los activos intangibles y las externalidades ambientales desafían las teorías clásicas, la perspectiva holística de la Escuela de Salamanca resulta más relevante que nunca.
La Escuela de Salamanca no resolvió definitivamente la dicotomía entre valor objetivo y subjetivo, pero demostró que ambas dimensiones son esenciales para entender los fenómenos económicos. Su pensamiento, arraigado en la tradición pero abierto a la innovación, sirve como recordatorio de que las teorías económicas más fecundas son aquellas que logran articular lo material con lo humano, lo cuantificable con lo cualitativo.
En última instancia, el valor es un fenómeno demasiado complejo para ser capturado por un solo enfoque. Como vieron los salmantinos hace cinco siglos, solo una perspectiva que admita su doble naturaleza —a la vez objetiva y subjetiva— puede aspirar a comprenderlo en toda su riqueza. En este sentido, su legado no es solo histórico, sino metodológico, una invitación a pensar el valor con la amplitud y flexibilidad que exigen los desafíos de nuestro tiempo.
Un Análisis Integral de las Perspectivas Subjetiva y Objetiva
Desde los albores del pensamiento económico, la naturaleza del valor ha sido un tema central de debate, dividiendo a teóricos entre quienes lo entienden como una cualidad intrínseca de los bienes y quienes lo conciben como una construcción derivada de la utilidad percibida por los individuos. Esta dicotomía entre valor objetivo y subjetivo ha evolucionado a lo largo de los siglos, enriqueciéndose con contribuciones de economistas, filósofos y escuelas de pensamiento que han intentado reconciliar ambas visiones o, en algunos casos, radicalizar una en detrimento de la otra. Explorar esta dualidad exige un recorrido histórico y teórico que revele cómo las ideas se han entrelazado para dar forma a la comprensión moderna de la economía.
El Valor como Costo o Trabajo
La economía política clásica, encabezada por Adam Smith, David Ricardo y Karl Marx, sentó las bases del valor objetivo al vincularlo con factores materiales y medibles. En La Riqueza de las Naciones, Smith introdujo una ambigüedad fundacional, por un lado, sugería que el valor de cambio de un bien dependía del trabajo incorporado en su producción (teoría del valor-trabajo), pero también reconocía que la utilidad —aunque no determinante— influía en su valor de uso. Ricardo, en Principios de Economía Política y Tributación, depuró esta idea al afirmar que el valor era proporcional al trabajo directo e indirecto requerido para producir un bien, ignorando casi por completo la demanda subjetiva.
Marx, en El Capital, llevó el valor-trabajo a su extremo dialéctico. Para él, el valor objetivo era una manifestación de las relaciones sociales de producción como la fuerza laboral, al ser la única fuente de plusvalía, confería valor a las mercancías en un sistema capitalista explotador. Sin embargo, Marx no ignoraba la paradoja del valor de uso pues un bien solo tenía valor si satisfacía una necesidad social, lo que introducía un matiz subjetivo en su teoría. Pese a ello, su enfoque se centraba en lo objetivo, relegando lo subjetivo a un plano secundario.
El Valor como Utilidad Percibida
El siglo XIX presenció un giro radical con la "Revolución Marginalista", liderada por Carl Menger, William Stanley Jevons y Léon Walras. Estos pensadores desplazaron el enfoque desde la producción hacia el consumo, argumentando que el valor emergía de la utilidad marginal —la satisfacción adicional derivada de consumir una unidad más de un bien—. Menger, en Principios de Economía, sostuvo que el valor no residía en los bienes mismos, sino en la importancia que los individuos atribuían a satisfacer sus necesidades con recursos escasos. Esta perspectiva subjetivista desafiaba directamente a los clásicos por ej el agua, pese a ser esencial, tenía un valor marginal bajo en condiciones de abundancia, mientras que un diamante, superfluo para la supervivencia, alcanzaba precios exorbitantes debido a su rareza.
Jevons, por su parte, formalizó matemáticamente esta idea con el concepto de utilidad decreciente, demostrando que las decisiones económicas se basaban en cálculos hedónicos individuales. Walras completó el marco al integrar estas preferencias subjetivas en un modelo de equilibrio general, donde los precios surgían de la interacción de millones de agentes en mercados interdependientes. La escuela austriaca, continuadora de Menger, profundizó en este enfoque con Friedrich Hayek y Ludwig von Mises, quienes enfatizaron el conocimiento disperso y la imposibilidad de calcular valores objetivos en ausencia de mercados libres.
Síntesis y Controversias
El debate entre valor objetivo y subjetivo no se resolvió con el marginalismo, sino que adoptó nuevas formas. Alfred Marshall, en Principios de Economía, intentó una síntesis cuando comparó el valor a las hojas de una tijera, donde la oferta (costos de producción, objetivo) y la demanda (utilidad marginal, subjetivo) eran inseparables. Para Marshall, el corto plazo estaba dominado por la demanda, mientras que en el largo plazo los costos de producción determinaban los precios.
John Maynard Keynes, aunque centrado en la macroeconomía, asumió una visión pragmática con su teoría del empleo, los precios dependían de expectativas subjetivas, la "eficacia marginal del capital", y de factores estructurales como la rigidez salarial. Por otro lado, Piero Sraffa, en Producción de Mercancías por Medio de Mercancías, resucitó el valor-trabajo ricardiano al demostrar que, en sistemas complejos, los precios podían derivarse de relaciones técnicas de producción sin apelar a utilidades subjetivas.
Los institucionalistas, como Thorstein Veblen, criticaron ambas posturas por ignorar el contexto social. En Teoría de la Clase Ociosa, Veblen argumentó que el valor era una construcción cultural los bienes como los diamantes eran valorados no por su utilidad, sino por su capacidad de señalizar estatus "consumo conspicuo". Esta idea anticipó enfoques contemporáneos donde lo subjetivo trasciende lo individual y se arraiga en normas colectivas.
Integraciones Contemporáneas y Perspectivas Críticas
En décadas recientes, economistas conductuales como Daniel Kahneman y Amos Tversky han complejizado la noción de valor subjetivo al demostrar que las decisiones rara vez son racionales. Los sesgos cognitivos —como el efecto dotación al valorar más lo que se posee— revelan que la utilidad no es estable ni predecible. Paralelamente, la economía ecológica, con figuras como Herman Daly, ha reintroducido elementos objetivos al afirmar que los límites biofísicos del planeta imponen restricciones materiales al valor económico, independientemente de las preferencias humanas.
En el campo marxista, teóricos como David Harvey han reinterpretado el valor objetivo en términos geográficos y temporales, mostrando cómo la globalización distorsiona los precios mediante mecanismos como la deslocalización.
Hacia una Visión Holística
La dicotomía entre valor objetivo y subjetivo refleja tensiones más profundas en la teoría económica entre lo material y lo psicológico, lo individual y lo colectivo, lo cuantificable y lo cualitativo. Lejos de ser excluyentes, ambas perspectivas se complementan. Como señaló Joseph Schumpeter, el valor es un "fenómeno circular" cuando los costos influyen en las preferencias vía ingresos y estas, a su vez, determinan qué costos son socialmente válidos. En última instancia, entender el valor exige diálogo, no dogmatismo; una economía que ignore su dimensión subjetiva pierde conexión con la realidad humana, pero una que descarte sus fundamentos materiales olvida que los recursos son finitos.
Integración de lo Subjetivo y lo Objetivo en la Teoría Económica Contemporánea
El debate entre el valor subjetivo y objetivo no es una mera disputa académica, sino un reflejo de las tensiones fundamentales que definen cómo las sociedades producen, distribuyen y consumen bienes. Mientras que los defensores del valor objetivo enfatizan las condiciones materiales de producción —como el trabajo, los recursos y la tecnología—, los teóricos del valor subjetivo insisten en que el valor es, en última instancia, una construcción mental, determinada por las preferencias, la escasez y la utilidad percibida. Sin embargo, en las últimas décadas, han surgido enfoques que buscan trascender esta dicotomía, integrando ambas perspectivas en marcos teóricos más complejos y matizados.
La Economía Institucional y el Valor como Construcción Social
Una de las críticas más contundentes a la división estricta entre valor objetivo y subjetivo provino de la economía institucional, encabezada por Thorstein Veblen y John R. Commons. Veblen, en su análisis del consumo conspicuo, demostró que el valor de muchos bienes no deriva ni de su costo de producción ni de su utilidad marginal individual, sino de su función simbólica dentro de una estructura social jerárquica. Los bienes de lujo, por ejemplo, son valorados no por su funcionalidad, sino por su capacidad de transmitir estatus. Este enfoque introduce una dimensión colectiva al valor subjetivo en que las preferencias no son independientes, sino que están moldeadas por normas culturales, instituciones y relaciones de poder.
Commons, por su parte, argumentó que el valor emerge de transacciones institucionalizadas, donde derechos de propiedad, leyes y acuerdos sociales determinan qué se considera valioso. Un ejemplo claro es el valor de la tierra, su precio no depende únicamente de su fertilidad objetiva (valor agrícola) ni de las preferencias individuales, sino de regulaciones estatales, derechos históricos y expectativas de desarrollo urbano. Así, el valor se convierte en un fenómeno híbrido, donde lo material y lo simbólico se entrelazan.
La Síntesis Neoclásica y el Rol del Equilibrio
Alfred Marshall, como se mencionó anteriormente, intentó reconciliar las teorías clásicas y marginalistas al proponer que oferta y demanda eran interdependientes. Su modelo de equilibrio parcial mostraba que, en el corto plazo, los precios podían estar más influenciados por la utilidad marginal (subjetivo), mientras que en el largo plazo, los costos de producción (objetivo) tendían a dominar. Esta idea fue desarrollada posteriormente por Paul Samuelson en su economía del bienestar, donde demostró que, bajo condiciones ideales de competencia perfecta, los precios reflejaban simultáneamente las preferencias individuales y los costos sociales marginales.
Sin embargo, esta síntesis fue criticada por su dependencia de supuestos irreales, como información perfecta y mercados sin fricciones. La escuela postkeynesiana, con figuras como Joan Robinson y Piero Sraffa, cuestionó que el equilibrio neoclásico pudiera capturar la dinámica real del valor, especialmente en economías con monopolios, incertidumbre y rendimientos crecientes a escala. Sraffa, en particular, revivió el enfoque clásico al mostrar que los precios relativos podían determinarse técnicamente mediante matrices insumo-producto, sin apelar a utilidades subjetivas, pero sin negar que la demanda efectiva influyera en la distribución del ingreso.
La Economía Conductual y las Limitaciones de la Racionalidad
Uno de los avances más significativos en la integración del valor subjetivo-objetivo provino de la economía conductual, que expuso las contradicciones del modelo neoclásico tradicional. Daniel Kahneman y Amos Tversky, con su teoría prospectiva, demostraron que los individuos no evalúan el valor de forma consistente, sino que sus preferencias están sujetas a sesgos cognitivos. Por ejemplo, el efecto dotación muestra que las personas valoran más un bien simplemente por poseerlo, independientemente de su costo objetivo o utilidad real.
Estos hallazgos sugieren que el valor subjetivo no es estable ni predecible, sino que está influenciado por marcos mentales, emociones y contextos sociales. Sin embargo, esto no invalida los factores objetivos que incluso en mercados con irracionalidades, los costos de producción, la escasez material y las restricciones tecnológicas siguen actuando como fuerzas limitantes. La síntesis aquí implica reconocer que el valor es el resultado de una interacción constante entre estructuras materiales y percepciones psicológicas, donde ninguna de las dos puede ser ignorada.
La Economía Ecológica y los Límites Biofísicos del Valor
Mientras que las teorías tradicionales del valor se centraban en dinámicas humanas —ya sea el trabajo o las preferencias—, la economía ecológica introdujo una dimensión radicalmente objetiva: los límites físicos del planeta. Autores como Nicholas Georgescu-Roegen y Herman Daly argumentaron que toda actividad económica está sujeta a las leyes de la termodinámica y la disponibilidad finita de recursos. El valor, en este marco, no puede ser puramente subjetivo, porque está condicionado por la capacidad de los ecosistemas para sostener la producción.
Un ejemplo es el valor del agua si mientras que en el mercado su precio puede fluctuar según la demanda (subjetivo), su valor real depende de factores como la disponibilidad de acuíferos, el cambio climático y la contaminación (objetivo). Daly propuso el concepto de economía de estado estacionario, donde el crecimiento económico debe ajustarse a los límites ecológicos, integrando así criterios biofísicos en la teoría del valor. Esta perspectiva no niega el papel de las preferencias humanas, pero insiste en que estas deben operar dentro de restricciones materiales ineludibles.
La evolución del pensamiento económico revela que el valor no es una categoría estática, sino un proceso dinámico donde interactúan factores materiales y simbólicos, individuales y colectivos, racionales y emocionales. Lejos de ser excluyentes, las perspectivas objetiva y subjetiva se necesitan mutuamente sin un anclaje en la realidad material, el valor se convierte en una abstracción arbitraria; sin reconocer el papel de las percepciones humanas, se pierde de vista la esencia misma de lo económico.
En el mundo actual, donde desafíos como la inteligencia artificial, la crisis climática y las desigualdades globales reconfiguran constantemente lo que consideramos valioso, esta síntesis se vuelve más urgente que nunca. La teoría económica del futuro no podrá darse el lujo de elegir entre valor objetivo o subjetivo, sino que deberá abrazar su complejidad, reconociendo que el verdadero valor reside en la interacción dialéctica entre ambos.
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