LA ERA DEL CAPITALISMO DECONSTRUIDO

 

Colapso del Orden Liberal


El capitalismo global, tal como lo conocimos en los siglos XX y XXI, está mutando hacia formas que ya no pueden explicarse bajo los marcos de mercado libre, Estado-nación o democracia liberal. En su lugar, emergen dos paradigmas entrelazados pero distintos el tecnofeudalismo y el neomedievalismo. Estos modelos no son meras metáforas, sino estructuras concretas que redefinen el poder, la economía y la identidad humana en un mundo en que las viejas instituciones se desvanecen. Si el capitalismo se basó en la propiedad privada, la competencia y el crecimiento infinito, el postcapitalismo que se asoma podría estar dominado por monopolios algorítmicos, neovasallaje digital y una fragmentación política reminiscente del Medioevo. Exploraremos cómo ambas dinámicas —la concentración corporativa extrema y la disolución del orden westfaliano— están reconfigurando el futuro en formas que desafían cualquier utopía de progreso lineal.


La Muerte del Capitalismo y el Nacimiento del Tecnofeudalismo


El capitalismo industrial clásico prometía que la innovación tecnológica democratizaría el acceso a la riqueza. Sin embargo, la revolución digital ha tenido el efecto contrario, un puñado de empresas —Google, Amazon, Meta, Apple, Microsoft— controlan no solo los mercados, sino las infraestructuras mismas de la sociedad. Estas corporaciones ya no compiten; administran feudos digitales. Su poder no reside en producir bienes, sino en extraer rentas mediante el control de plataformas, datos y atención humana. Por ejemplo, Amazon no es dueña de la mayoría de los productos que vende, pero cobra peaje por existir en su ecosistema. Uber no posee autos, pero dictamina las condiciones laborales de millones. Facebook no crea contenido, pero monetiza cada interacción social.

Este modelo es feudal porque reproduce la relación señor-siervo, las empresas tecnológicas ofrecen "protección" y acceso a mercados, herramientas digitales a cambio de sumisión como datos, tarifas abusivas, precarización. Los trabajadores de apps, agricultores dependientes de algoritmos de precios, o incluso pequeñas empresas atrapadas en las normas de la App Store, son los nuevos siervos de la gleba. No poseen los medios de producción —ahora sustituidos por plataformas— y pagan tributo a sus señores en forma de comisiones o vigilancia. Los Estados, lejos de regular este poder, se han convertido en vasallos secundarios, dependen de estas empresas para recaudar impuestos, garantizar empleo o incluso para la seguridad nacional como con AWS y la CIA.

Pero el tecnofeudalismo no es solo económico. Es un régimen de gobernanza. Las Big Tech deciden qué discursos son legítimos con censura en redes, qué verdades se amplifican con algoritmos de recomendación y quién participa en la economía. Su autoridad emana de contratos de adhesión, no de leyes democráticas. Cuando Apple bloquea a Epic Games o Twitter, ahora X, suspende cuentas presidenciales, ejerce un poder cuasi-soberano. La paradoja es evidente, vivimos en una era de hiperconectividad, pero el poder se concentra en menos manos que nunca.


El Retorno de la Fragmentación Caótica


Mientras el tecnofeudalismo centraliza el poder económico, el neomedievalismo describe su disolución en el ámbito político. El sistema westfaliano —basado en Estados-nación soberanos con fronteras claras— se está resquebrajando. En su lugar, surgen entidades superpuestas y lealtades divididas que recuerdan al Medioevo, cuando el poder se repartía entre reinos, ciudades-estado, órdenes religiosas y mercaderes.

Hoy, los Estados compiten con empresas más ricas que países, el PIB de Apple supera el de Suiza, milicianos privatizados como el Grupo Wagner, paraísos fiscales autónomos como las Caimán o Delaware y megaciudades globales Shanghái y Dubai que operan como reinos independientes. La lealtad de los ciudadanos ya no es exclusiva, un programador puede sentirse más identificado con la cultura de Silicon Valley que con su país de origen; un cryptoanarquista obedece a las reglas de Bitcoin, no a un banco central; y un trabajador nómada elige su residencia fiscal según conveniencia, no patriotismo.

Esta fragmentación genera un mundo de guerras híbridas donde actores estatales y mercenarios se mezclan, jurisdicciones en conflicto ¿qué ley aplica a un delito en el metaverso? y crisis de legitimidad ¿quién gobierna realmente, el presidente de EE.UU. o el CEO de Tesla?. El neomedievalismo no es un retorno al pasado, sino una distopía postmoderna sin centro, sin jerarquías claras, donde la violencia y el comercio se privatizan. Ejemplos no faltan si Ucrania es financiada por fondos de inversión mientras mercenarios rusos y voluntarios extranjeros combaten en su suelo; Elon Musk negocia el acceso a Internet en zonas de guerra y las criptomonedas permiten evadir sanciones internacionales.


¿Hacia un Nuevo Orden o Hacia el Caos?


El tecnofeudalismo y el neomedievalismo no son excluyentes. De hecho, se alimentan mutuamente. Las mega empresas tecnológicas aceleran la fragmentación neomedieval al debilitar a los Estados, mientras que la falta de regulación global les permite consolidar sus feudos. El resultado es un sistema híbrido, hiperconcentración económica en manos privadas (tecnofeudalismo) más anarquía geopolítica (neomedievalismo).

En el feudalismo, nacer campesino significaba morir campesino. Hoy, nacer fuera de las élites digitales implica quedar atrapado en la economía temporal sin derechos. La meritocracia se revela como un mito cuando los algoritmos deciden oportunidades.

Los señores feudales usaban a la Iglesia para legitimarse; las corporaciones usan el dataísmo como la fe en que los algoritmos son objetivos y el solucionismo tecnológico como creencia de que Silicon Valley salvará el mundo.

El postcapitalismo no es inevitable, pero sus rasgos ya son visibles. Frente a él, surgen respuestas contradictorias, algunos abogan por reformas radicales como impuestos a los robots, renta básica, democratizar plataformas, otros por acelerar el colapso los neorreaccionarios que anhelan un feudalismo abierto y muchos simplemente se resignan. La gran pregunta es si la humanidad podrá construir alternativas antes de que los nuevos señores —esta vez armados con IA y biotecnología— consoliden un régimen sin retorno. El fantasma del feudalismo ronda el futuro, pero su forma final dependerá de si logramos rescatar la política de las garras de los algoritmos.


Deconstrucción Controlada y el Retorno de la Tradición en la Era del Colapso


La deconstrucción acelerada de las estructuras sociales por parte del poder transnacional , y al mismo tiempo, el resurgimiento de bloques culturales tradicionalistas como resistencia identitaria. Estas dos fuerzas —una impulsada por la lógica posmoderna del capitalismo tardío, la otra por el colapso de los relatos universales— no son opuestas, sino caras de una misma moneda, la búsqueda de control en un mundo donde ni el mercado ni el Estado pueden ofrecer certezas.


La Deconstrucción como Herramienta del Capital


El capitalismo posindustrial ya no vende solo productos, sino identidades. Las corporaciones transnacionales han descubierto que fragmentar las categorías sociales —género, nación, religión— no solo es rentable, sino que debilita cualquier resistencia organizada. Esto no es un acto subversivo, sino una estrategia de mercado perfeccionada. Las grandes empresas financian movimientos sociales, vacían su contenido revolucionario y los convierten en nichos de consumo. ¿Por qué Disney abraza el discurso LGBTQ+ mientras explota trabajadores en China? ¿Por qué Amazon celebra el Mes de la Historia Negra pero sofoca sindicatos? La respuesta es simple, la deconstrucción controlada genera división, y la división es fácil de monetizar.

En este contexto, conceptos como "liquidez" y "diversidad" son mercantilizados hasta volverse inocuos. El individuo posmoderno ya no es un ciudadano con derechos, sino un consumidor de identidades variables, un avatar que puede cambiar de género, nacionalidad o moral según el algoritmo que lo interpele. Las redes sociales no son plataformas de liberación, sino mercados de atención donde el yo se vende al mejor postor. La ideología dominante ya no es el neoliberalismo clásico, sino un capitalismo progre, un sistema que celebra la diferencia cultural mientras consolida la desigualdad económica.

Pero esta deconstrucción tiene límites muy claros. Nunca toca los pilares del poder real, la propiedad privada de los medios de producción, la acumulación de datos o la jerarquía empresarial. De hecho, la fragmentación identitaria es funcional al tecnofeudalismo, un trabajador preocupado por su performatividad de género es menos peligroso que uno organizado en un sindicato. Un votante obsesionado con guerras culturales no cuestiona por qué cinco empresas controlan el 80% de la riqueza digital.


El Retorno de la Tradición en Bloques Culturales


Frente a esta atomización incentivada por el capital, han emergido reacciones culturales masivas que buscan reconstruir un sentido de pertenencia. Si la posmodernidad disolvió los grandes relatos como el progreso o la lucha de clases, el vacío ha sido llenado por neo-tradicionalismos que prometen orden en el caos. Estos movimientos no son simples nostalgias, sino actores geopolíticos con poder real. El neoconservadurismo religioso desde el evangelismo político en EE.UU. hasta el ascenso de Hindutva en la India, la fe se ha convertido en un arma contra la globalización liberal. Los neo-nacionalismos de la Rusia de Putin, la Hungría de Orbán o el peronismo ortodoxo en Argentina usan el mito de la "tradición". Las civilizaciones como marcas en China que vende confucianismo digitalizado; Arabia Saudí exporta un islam modernizado pero rigorista; Europa se repliega en un cristianismo laico pero excluyente.

Estos bloques no son homogéneos, pero comparten una lógica, la cultura como último baluarte contra el colapso. Mientras las élites globalistas celebran un mundo sin fronteras, las mayorías —abandonadas por el Estado y precarizadas por el mercado— se refugian en lo local, lo étnico o lo sagrado. El resultado es una guerra fría cultural, donde las batallas ya no son por ideologías universales como el comunismo vs. capitalismo, sino por memorias comunes en disputa.

El futuro no será un triunfo absoluto de la deconstrucción ni de la tradición, sino un paisaje fracturado donde convivirán ciudades globales donde la identidad es líquida y el trabajo es precario, gobernadas por corporaciones, regiones enteras que rechazan la globalización y se refugian en etnonacionalismos o fundamentalismos, conflictos donde lo cultural y lo económico se mezclan como  Silicon Valley vs. el Partido Comunista Chino.

En este escenario, la gran pregunta no es qué ideología ganará, sino quién controlará los mecanismos de cohesión social. Si el tecnofeudalismo logra reemplazar al Estado por completo, la tradición será solo otro producto en la tienda del metaverso. Si los bloques culturales se fortalecen, podríamos ver un mundo balcanizado entre la lealtad a la tribu o diversos proyectos en común.

El capitalismo posmoderno nos dejó sin narrativas para entender el mundo. Ahora, el postcapitalismo nos ofrece dos caminos o ser consumidores eternamente insatisfechos o soldados de culturas complementarias. 

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