La Yamahiriya Árabe Libia Popular Socialista, instaurada formalmente en 1977 bajo el liderazgo ideológico de Muammar al-Gaddafi, representó una de las experiencias políticas más singulares del siglo XX, tanto en su estructura organizativa como en sus fundamentos económicos, monetarios, impositivos y sociales. Inspirado por lo que Gadafi denominó la “Tercera Teoría Universal”, expuesta en su Libro Verde, el sistema pretendía constituir una alternativa tanto al capitalismo liberal occidental como al comunismo marxista, abogando por una forma de democracia directa sustentada en la participación constante del pueblo en todos los niveles del gobierno. En este contexto, la Yamahiriya —término que puede traducirse como "Estado de las masas"— no se concebía como un Estado típico con instituciones representativas, sino como una red de Congresos Populares Básicos, abiertos a la totalidad de los ciudadanos, quienes deliberaban y tomaban decisiones que luego eran ejecutadas por los llamados Comités Populares. Estas estructuras operaban tanto a nivel local como nacional, y sus decisiones convergían finalmente en el Congreso General del Pueblo, que funcionaba como una instancia de coordinación y centralización de las políticas nacionales.
Aunque en teoría todos los ciudadanos podían participar directamente en la conducción del Estado, en la práctica existía una fuerte verticalidad que derivaba del poder simbólico y político de Gadafi, quien, tras abandonar formalmente sus cargos ejecutivos en 1979, continuó siendo el Guía de la Revolución y la figura clave en la toma de decisiones estratégicas. La eliminación de los partidos políticos, considerados instrumentos de división, y dictadura, reforzó el carácter del régimen popular.
En el ámbito político, la Yamahiriya se presentaba como una democracia directa en la que el pueblo ejercía el poder sin intermediarios. Según la teoría de Gaddafi, los partidos políticos eran instrumentos de intereses particulares turbios, por lo que en su lugar se establecieron los Congresos Populares Básicos (CPB), asambleas locales donde, los ciudadanos debatían y decidían las políticas públicas. Estas decisiones luego se elevaban al Congreso General del Pueblo, que actuaba como un órgano legislativo nacional. Paralelamente, los Comités Populares se encargaban de ejecutar las resoluciones adoptadas en los CPB, completando así una estructura que pretendía eliminar la burocracia estatal tradicional.
La economía libia bajo la Yamahiriya se basaba en un modelo de socialismo islámico, que combinaba la distribución de la riqueza con la prohibición de la usura, siguiendo principios coránicos. Gaddafi argumentaba que el capitalismo explotaba a los trabajadores y que el comunismo suprimía las libertades individuales, por lo que propuso un sistema donde los medios de producción fueran gestionados socialmente por los trabajadores bajo el lema "Los socios, no los asalariados". Esto se tradujo en la nacionalización de industrias clave, especialmente el petróleo, que representaba más del 70% de los ingresos del Estado. La riqueza generada por los hidrocarburos permitió a Libia financiar programas sociales ambiciosos, como educación y salud gratuitas, subsidios a la vivienda, ayudas directas a las familias y una notable expansión de la infraestructura básica fueron elementos centrales del modelo distributivo libio. La vivienda fue declarada un derecho humano, y en varios discursos Gadafi afirmaba que ningún libio debía pagar por techo, electricidad o agua. Se impulsaron sistemas cooperativos donde los trabajadores compartían los frutos de su producción sin depender de empleadores privados. Esta eliminación progresiva del salario fue uno de los postulados más radicales del sistema, aunque su implementación efectiva fue parcial sobre todo en los sectores muy ligados a la burocracia estatal.
El sistema monetario y bancario de la Yamahiriya reflejaba su rechazo al sistema financiero internacional dominado por Occidente. Libia operaba con el dinar libio como moneda oficial, cuya emisión y regulación estaban a cargo del Banco Central de Libia. Gaddafi abolió la banca privada y estableció una red bancaria estatal que operaba sin intereses, en línea con la sharia islámica. Se prohibió el cobro de intereses en las operaciones bancarias, que buscaba estructuras alternativas para el financiamiento y el ahorro. En lugar de préstamos convencionales, los bancos libios otorgaban financiamiento mediante acuerdos de participación en beneficios o cobrando comisiones fijas. El gobierno implementó estrictos controles cambiarios con una canasta básica de respaldo, limitando la libre convertibilidad del dinar y centralizando las transacciones de divisas en manos del Estado. Además, en sus últimos años, Gaddafi promovió la creación de un dinar de oro, una moneda respaldada por reservas auríferas que buscaba servir como alternativa al dólar y al euro en el comercio africano. Este proyecto, que amenazaba los intereses de las potencias occidentales, fue visto como una de las razones detrás del intervencionismo internacional durante la rebelión de 2011. Por otro lado, Libia mantenía una posición financiera envidiable antes de su caída: sin deuda externa, sin inflación, con reservas de divisas estimadas en 150 mil millones de dólares y fondos soberanos que invertían en el extranjero.
En cuanto a la política fiscal, la Yamahiriya se distinguía por la casi ausencia de impuestos directos sobre los ciudadanos. El sistema fiscal de la Yamahiriya era uno de los menos gravosos del mundo. La lógica detrás de esta política era que, si el petróleo pertenecía al pueblo, no tenía sentido que el Estado le cobrara impuestos a sus ciudadanos. Por el contrario los ciudadanos debían recuperar parte de lo contribuido al sistema en contraprestación. Los ingresos del Estado provenían abrumadoramente de la exportación de hidrocarburos, lo que permitió a Gaddafi prescindir de tributos sobre la renta o el consumo en gran medida. Solo se aplicaban algunos impuestos minimos a sectores no estratégicos, mientras que las empresas petroleras extranjeras operaban bajo contratos de reparto de ganancias con el gobierno libio. Esta política favorecía la percepción de que el Estado devolvía directamente las riquezas nacionales al pueblo sin intermediación fiscal, dichos beneficios estaban directamente relacionados a la producción y consumo del crudo. Este esquema generaba una paradoja, aunque la población no sufría cargas fiscales, tampoco tenía control real sobre cómo se gastaban los ingresos petroleros, que frecuentemente se destinaban a proyectos faraónicos —como el Gran Río Artificial, una red de acueductos para llevar agua del subsuelo del Sahara a las ciudades costeras— o a financiar movimientos insurgentes en el extranjero.
Los recursos naturales fueron el pilar de la Yamahiriya, con el petróleo y el gas como motores exclusivos de la economía. Libia poseía las mayores reservas de crudo de África, y su extracción estaba monopolizada por la Compañía Nacional de Petróleo de Libia, que firmaba acuerdos con corporaciones extranjeras bajo estricta supervisión estatal. Fuera del sector energético, la agricultura era marginal debido a la aridez del territorio, aunque el gobierno subsidiaba la producción local para reducir la dependencia alimentaria. La nacionalización de este recurso en 1970 fue una de las primeras medidas revolucionarias de Gadafi y se consideró una victoria sobre el colonialismo económico. Además del petróleo, Libia contaba con importantes reservas de gas natural, cuya explotación se intensificó a partir de la década de 1990, así como con otros recursos minerales como hierro, yeso y potasio, aunque con menor grado de explotación. Uno de los proyectos más emblemáticos en materia de recursos fue el Gran Río Artificial, una gigantesca obra de ingeniería que transportaba agua desde acuíferos fósiles del desierto sahariano hasta las ciudades costeras y las zonas agrícolas del norte. Este proyecto no solo respondía a la necesidad de abastecimiento hídrico, sino que también se presentaba como una obra simbólica de la capacidad de autarquía y desarrollo del país sin necesidad de ayuda extranjera.
Con el bloqueo padecido durante la década de los noventa, parte de los ingresos petroleros fueron destinados a diversificar su economía en materia energética lo que permitía una menor dependencia del petróleo.
En el ámbito laboral, los gremios y sindicatos independientes no existían, ya que el régimen consideraba que los Comités Populares y las Federaciones Profesionales —pertenecientes al Estado— eran suficientes para representar a los trabajadores. Estos comités operaban dentro de los Congresos Populares y no tenían autonomía real del Estado, sino que actuaban como instrumentos de participación de los trabajadores. En línea con la propuesta de eliminación del trabajo asalariado, se fomentaron formas de producción cooperativa donde los trabajadores eran considerados propietarios de los medios de producción. Sin embargo, la eficacia de estas estructuras fue limitada, ya que muchas de las decisiones relevantes continuaban centralizadas y reguladas por el Estado.
La Yamahiriya Libia, con su estructura política horizontal, su economía distributiva, su sistema financiero islámico, su política fiscal atípica y su fuerte dependencia de los recursos naturales, constituyó un experimento inédito en el mundo contemporáneo. Sus logros en materia de salud, educación, vivienda e infraestructura fueron indiscutibles en el contexto africano y árabe, y durante décadas Libia ostentó algunos de los índices de desarrollo humano más altos del continente. Pese a su colapso, la experiencia de la Yamahiriya Libia sigue siendo objeto de análisis, tanto por sus propuestas disruptivas como por los dilemas que enfrentó al intentar construir un sistema político y económico justo y radicalmente distinto al paradigma dominante en el orden mundial.
Una de las innovaciones más particulares del sistema monetario libio durante la era de la Yamahiriya fue su adaptación a los principios islámicos en materia de finanzas, especialmente la eliminación del interés o riba en todas las operaciones bancarias. Esta medida, introducida formalmente en 1980, fue presentada como un paso hacia una economía más justa, en la que el capital no pudiera crecer mediante la mera acumulación especulativa, sino que se pusiera al servicio de la producción y del bien común. Para lograr este objetivo, el Estado libio reformó profundamente el sistema bancario, suprimiendo las prácticas crediticias convencionales y creando mecanismos alternativos de financiación, como asociaciones de riesgo compartido y modelos de inversión donde el retorno no se basaba en el interés fijo sino en la participación en las ganancias. El crédito, en este contexto, debía otorgarse sobre la base de criterios de utilidad social y económica, no de rentabilidad financiera para los bancos. Esta prohibición del interés, junto con los estrictos controles cambiarios y la centralización del comercio exterior, conformaron un sistema económico deliberadamente desconectado de las prácticas dominantes en el mundo capitalista global, lo que si bien preservó cierta autonomía nacional, también contribuyó al aislamiento financiero del país.
En línea con esta lógica de ruptura con el capitalismo, la Yamahiriya también avanzó hacia la eliminación del salario en su concepción tradicional. Gadafi sostenía que el trabajo asalariado era una forma de esclavitud moderna, una situación en la cual una persona vende su fuerza de trabajo y queda sujeta a las decisiones de un empleador que se beneficia de la diferencia. Para superar este modelo, el régimen impulsó la creación de sistemas de producción donde los trabajadores fueran propietarios colectivos de los medios de producción, en particular a través de cooperativas y empresas autogestionadas. En estos espacios, los ingresos no se percibían como un salario fijo determinado por un patrón, sino como una parte proporcional de los beneficios obtenidos por el grupo de trabajo, con la posibilidad de influir directamente en la toma de decisiones y en la organización del proceso productivo. Este modelo pretendía devolver al trabajador el control sobre su actividad económica y terminar con las relaciones dependientes empleador-empleado. No obstante, algunas áreas lograron cierto grado de autogestión, las prácticas colectivas no reemplazaron completamente a las estructuras salariales anteriores. La coexistencia de la teoría revolucionaria con la necesidad de mantener servicios públicos, administración estatal y sectores estratégicos bajo control directo condujo a una dualidad funcional en la economía, donde la figura del trabajador-propietario convivía con el empleo público clásico.
El eje político de este modelo revolucionario se articulaba alrededor de los Congresos Populares Básicos, que eran concebidos como la forma suprema de democracia directa. Cada ciudadano libio era, en principio, un miembro activo de su congreso local, y tenía la obligación y el derecho de participar directamente en las deliberaciones y decisiones sobre los asuntos que afectaban a su comunidad. Estos congresos se reunían regularmente para discutir temas como presupuestos locales, distribución de recursos, proyectos de infraestructura, educación, salud y legislación. Las decisiones tomadas en estas asambleas eran luego comunicadas a los Comités Populares, responsables de su ejecución técnica y administrativa. A nivel nacional, todas las decisiones de los Congresos Populares Básicos eran elevadas al Congreso General del Pueblo, el cual funcionaba como una asamblea de segundo grado y consolidaba las posiciones colectivas del pueblo libio en forma de legislación nacional o lineamientos generales. Esta estructura horizontal permitía un control democrático constante sobre el aparato del Estado y eliminaba la necesidad de partidos políticos o parlamentos representativos, que Gadafi consideraba instrumentos de la elite, rezagos dictatoriales y fuentes de corrupción y división. Sin embargo, el funcionamiento efectivo de los congresos dependía de la movilización de masas y del control ideológico ejercido por el aparato revolucionario. A pesar de ello, muchos libios consideraban los congresos como espacios legítimos de participación, especialmente en asuntos locales o comunitarios mucho más eficientes de los congresos y políticos alejados de la problemática social.
Este sistema de participación directa tenía como objetivo último la creación de una sociedad justa, sin explotación y sin estructuras de dominación política. La Yamahiriya aspiraba a construir un modelo político y económico basado en la armonía, en la autodeterminación popular y en el rechazo tanto del colonialismo como de la globalización neoliberal. El rechazo a la intervención extranjera, la nacionalización de los recursos, la educación gratuita y obligatoria, la promoción de una identidad africana y árabe independiente y la insistencia en la justicia distributiva fueron elementos coherentes de un proyecto nacionalista revolucionario que buscaba redefinir las reglas del juego en el mundo poscolonial. Si bien muchos de sus objetivos quedaron a medio camino, y las contradicciones internas terminaron debilitando su legitimidad, la experiencia de la Yamahiriya Libia permanece como un experimento político y económico profundamente original, que desafió las convenciones del orden global y buscó, con sus propios medios, una alternativa autóctona de desarrollo.
Su colapso en 2011, tras una rebelión apoyada por la OTAN, dejó un vacío de poder que sumió a Libia en el caos, demostrando que, más allá de su retórica revolucionaria, el régimen no había construido instituciones sólidas capaces de sobrevivir sin su líder.
El Sistema Monetario sin Intereses y la Autogestión Económica más Eficiente
Uno de los pilares más distintivos de la Yamahiriya fue su sistema monetario y bancario, que rechazaba explícitamente el concepto de interés, considerado pecaminoso en el Islam. En lugar de seguir el modelo de banca convencional, Libia implementó un esquema financiero basado en principios islámicos, donde las transacciones se realizaban mediante participación en beneficios o ventas a plazo con margen fijo. Los bancos estatales, únicos autorizados, operaban como intermediarios sin cobrar intereses, sino a través de comisiones preestablecidas o acuerdos de reparto de utilidades. Este sistema buscaba evitar la explotación financiera y alinear la economía con los valores islámicos.
Gaddafi llegó a proponer el dinar libio áureo, como alternativa al dólar en el comercio africano. Este proyecto, que habría fortalecido la autonomía financiera del continente, fue visto como una amenaza por las potencias occidentales, especialmente porque Libia poseía reservas de oro significativas. La iniciativa reflejaba su visión antiimperialista, pero su implementación quedó truncada por la guerra de 2011.
La Industria y la Abolición del Salariado
El Libro Verde defendía que el salario era una forma de esclavitud moderna y eficiente, pues convertía al trabajador en un "asalariado" sometido a voluntad al patrón. En su lugar, Gaddafi promovió un modelo donde los empleados eran "socios-propietarios" de sus empresas, bajo el lema "Los socios, no los asalatiados. Los trabajadores deben ser dueños de lo que producen".
Esto se materializaba en fábricas autogestionadas donde los obreros participaban en las decisiones y repartían ganancias a modo de dividendos. Cooperativas agrícolas que reemplazaron parcialmente las estructuras feudales en el campo. Nacionalización de sectores estratégicos (petróleo, banca, telecomunicaciones) donde el Estado actuaba como garante representante del pueblo.
Los Congresos Populares
La Yamahiriya se presentaba como una democracia sin partidos, donde el poder emanaba de los Congresos Populares Básicos (CPB). Estos organismos, formados por ciudadanos en barrios, distritos y pueblos, debían ser la base de la legitimidad política. Allí se discutían leyes, presupuestos y políticas públicas, que luego se elevaban al Congreso General del Pueblo.
Un ejemplo revelador fue el Congreso Popular de 2009, donde Gaddafi anunció la "disolución del gobierno" y su reemplazo por comités populares, argumentando que el gobierno era una "tiranía".
Cuando el régimen colapsó en 2011, estos mecanismos se revelaron frágiles sin Gaddafi, no hubo estructuras sólidas que sostuvieran el modelo. Hoy, Libia sigue pagando el precio de aquella contradicción entre teoría revolucionaria y práctica reaccionaria.
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