La Experiencia Revolucionaria de Fiume

 La experiencia política y social de la Regencia del Carnaro, con epicentro en la ciudad de Fiume, hoy conocida como Rijeka en Croacia, fue escenario de uno de los experimentos políticos más singulares y fascinantes de la Europa de entreguerras. Entre 1919 y 1920, bajo el liderazgo del poeta y aventurero Gabriele D’Annunzio, se estableció el llamado Estado Libre de Fiume, un efímero pero intenso proyecto que combinó nacionalismo político, sindicalismo revolucionario, estética futurista y un audaz intento de construir una sociedad alternativa. 

Tras la Primera Guerra Mundial, Fiume se convirtió en un punto de conflicto entre Italia y el recién formado Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos futura Yugoslavia. La ciudad, de mayoría italiana pero ubicada en una región eslava, fue reclamada por ambos bandos. En septiembre de 1919, aprovechando el vacío de poder y la indecisión de las potencias aliadas, Gabriele D’Annunzio —héroe de guerra y figura carismática— junto a un grupo de voluntarios nacionalistas y anarquistas —los llamados “legionarios”— lideró una marcha que ocupó la ciudad, declarándola independiente bajo su mando. Lo que inicialmente parecía un gesto irredentista se transformó en un laboratorio político donde se ensayaron ideas radicales.  

Ubicada estratégicamente sobre el mar Adriático, Fiume se convirtió en un experimento político sin parangón impulsado por Gabriele D’Annunzio que tomó la ciudad por la fuerza tras la negativa de las potencias vencedoras de la guerra de conceder su anexión a Italia. La ocupación de Fiume y la instauración de la Regencia del Carnaro constituyen un intento audaz de materializar una utopía política que conjugaba elementos del nacionalismo romántico, el anarquismo individualista, el corporativismo socialista y una visión protofascista del poder y la cultura. Fue un proyecto profundamente contradictorio pero intelectualmente ambicioso, cuyo instrumento normativo más emblemático fue la Carta del Carnaro, una constitución vanguardista redactada principalmente por el sindicalista revolucionario Alceste De Ambris y completada con adornos líricos y estéticos por el propio D’Annunzio. Esta carta fundacional establecía una organización política original, en la que el pueblo era soberano no tanto en virtud de un sufragio universal típico, sino por su participación activa en la vida productiva y cultural de la ciudad, organizada a través de corporaciones laborales y un sistema de representación funcional. Este texto era una extraña síntesis de ideas por un lado proclamaba la soberanía popular y, por otro, establecía un sistema corporativista que anticipaba algunos aspectos del fascismo italiano, aunque con un espíritu más libertario.   

La Carta establecía dos asambleas legislativas el Arengo del Carnaro, una asamblea general donde teóricamente todos los ciudadanos podían participar, y el Consejo de los Mejores, un cuerpo más reducido que funcionaba como un senado técnico. Sin embargo, el verdadero poder residía en las corporaciones o gremios, que no solo representaban a los trabajadores de cada sector económico, sino que también tenían voz en el gobierno. Este sistema buscaba superar la lucha de clases mediante la integración de obreros y patrones en estructuras orgánicas.  

El régimen político se estructuraba en torno a una división de poderes  —ejecutivo, legislativo y judicial—, pero con una impronta singular. El poder ejecutivo recaía en un Consejo de Rectores, integrado por representantes de distintas áreas como Relaciones Exteriores, Justicia, Hacienda, Defensa, Instrucción Pública, Trabajo, Comunicaciones, Higiene y Dignidad. Este último rectorado, el de Dignidad, ejemplifica el tono simbólico y estético del régimen, puesto que su función era promover las artes, la belleza, la música y la elevación espiritual del pueblo, como si la cultura debiera formar parte integral del Estado al mismo nivel que la defensa o la sanidad. El poder legislativo, por su parte, estaba compuesto por dos cámaras el Consejo del Pueblo y el Consejo de las Corporaciones. El primero representaba a la ciudadanía en términos generales, mientras que el segundo articulaba los intereses de las diversas categorías laborales organizadas en gremios o corporaciones. Esta estructura permitía una forma de democracia directa basada en el trabajo y no en la simple condición de ciudadano individual, y se inspiraba tanto en ideas gremialistas como en las aspiraciones del socialismo nacional. El poder judicial mantenía independencia formal, aunque su funcionamiento concreto quedó limitado por la precariedad institucional y la brevedad del experimento político.

La economía de Fiume se basó en un modelo corporativista, influenciado por las ideas de De Ambris y el ala izquierdista del movimiento nacionalista italiano. A diferencia del capitalismo liberal o el socialismo estatista, el sistema de Fiume promovía la autogestión gremial, donde los trabajadores organizados en corporaciones tenían un papel central en la administración de sus sectores. Nueve corporaciones fundamentales eran obreros industriales, técnicos y artesanos, agricultores, comerciantes, armadores y navegantes, obreros del mar en una diferenciación funcional con los anteriores, profesionales liberales como médicos, abogados o ingenieros, funcionarios públicos y por último los artistas y maestros. Estas corporaciones no sólo tenían funciones gremiales o sindicales en la defensa de sus intereses laborales, sino que también participaban en la elaboración de leyes y en la administración de ciertos aspectos del gobierno, con lo cual se buscaba superar el antagonismo entre capital y trabajo mediante una colaboración orgánica de los sectores productivos. Este modelo, que anticipa en parte el corporativismo fascista que más tarde implementaría Mussolini en Italia, no debía sin embargo confundirse con una dictadura del capital o con una oligarquía de productores, ya que cada gremio tenía iguales derechos y se regía por principios de solidaridad y justicia. La corporación de artistas, en particular, tenía un lugar de honor, lo que refleja la dimensión estética del régimen y la convicción de que la belleza debía formar parte constitutiva del orden político. La economía de Fiume, sin embargo, estaba condicionada por su situación de aislamiento político y por el bloqueo impuesto por Italia y por las potencias aliadas. Esto generó una situación precaria en la cual el comercio debía realizarse por vías informales, se dependía de contrabando, trueque y donaciones patrióticas, y no existía una base sólida para un desarrollo económico sostenido. A pesar de estas limitaciones, se intentó instaurar una política de distribución de recursos, promoción de la autarquía y apoyo a las iniciativas cooperativas y colectivas.

En materia monetaria, Fiume heredó inicialmente el sistema austrohúngaro, utilizando la corona de Fiume, una moneda local vinculada a la antigua corona del Imperio. Sin embargo, el aislamiento internacional y la escasez de reservas llevaron a intentos de reforma, incluyendo la emisión de bonos y vales para pagar a funcionarios y soldados. El sistema bancario fue reorganizado bajo control estatal y gremial, con el objetivo de priorizar el crédito a las cooperativas y proyectos productivos antes que a la especulación financiera. En un intento de establecer cierta autonomía financiera, se emitió una moneda provisional local conocida como el “Fiumano” a través del Istituto di credito del Consiglio Nazionale. Esta moneda tuvo una circulación muy limitada y no pudo sustituir plenamente ni a la moneda austrohúngara anterior ni a la lira italiana, ambas aún en uso en distintos sectores.

La inestabilidad política y la falta de reconocimiento internacional hicieron que la moneda y los bancos de Fiume operaran en un constante estado de precariedad, dependiendo en gran medida de la lealtad de la población y de la capacidad de D’Annunzio para mantener la confianza en su gobierno. Las instituciones financieras existentes respondían todavía a estructuras del Imperio Austrohúngaro, y no se creó un banco central del Carnaro ni una red de crédito sólida. La ciudad había utilizado la corona austrohúngara, pero con la disolución del Imperio, la moneda carecía de respaldo sólido. La moneda circulante era sellada como perteneciente a la Regencia. El financiamiento del régimen dependía de fuentes alternativas como las confiscaciones de bienes de antiguos funcionarios austrohúngaros, la recaudación improvisada de tributos a comerciantes locales, contribuciones voluntarias de simpatizantes italianos, y las actividades de los legionarios que, en ocasiones, implicaban el saqueo de depósitos o el tráfico de bienes. La situación era, en definitiva, inestable e insostenible a largo plazo, y el régimen se mantenía más por la voluntad de sus líderes y el entusiasmo de sus seguidores que por una base económica consolidada.

La visión de D’Annunzio y De Ambris iba más allá de la mera supervivencia. Inspirados por teorías económicas heterodoxas —como el crédito social y el mutualismo proudhoniano—, imaginaron un sistema donde el dinero no fuera un instrumento de acumulación privada, sino un medio para garantizar la justicia. Se propuso la creación de un "banco nacional del trabajo", que emitiría créditos sin interés a cooperativas y trabajadores, eliminando la dependencia de la banca. Aunque este proyecto no se implementó plenamente, reflejaba el ideal de una economía desmercantilizada, donde el dinero serviría a la producción colectiva y no a la especulación.  

El sistema fiscal de Fiume se diseñó estableciendo impuestos progresivos según la capacidad económica y exenciones para industrias consideradas estratégicas. Las aduanas del puerto fueron una fuente clave de ingresos, aunque el bloqueo económico impuesto por las potencias vecinas limitó su eficacia.  

Uno de los aspectos más polémicos fue la expropiación de bienes para financiar el Estado, justificada bajo la retórica revolucionaria pero que generó descontento entre la alta burguesía local. 

Si bien la Carta del Carnaro preveía principios de justicia fiscal y distribución equitativa de las cargas públicas, en la práctica no existió un aparato administrativo eficaz capaz de implementar una estructura tributaria racional. La recaudación de impuestos se realizaba de manera informal, a través de acuerdos ad hoc con comerciantes, requisiciones dirigidas a instituciones públicas o privadas, y cobros directos por parte de los legionarios. No existía un censo tributario ni un sistema de recaudación consolidado, y las finanzas públicas se encontraban en constante desequilibrio. La prioridad del régimen no era la construcción de un aparato fiscal moderno, sino la supervivencia inmediata, la propaganda nacionalista y la realización simbólica de su proyecto revolucionario. En ese sentido, el aspecto impositivo fue uno de los más débiles del experimento, aunque coherente con la naturaleza efímera y contestataria del mismo.

El puerto, principal fuente de riqueza de la ciudad, fue declarado zona franca, atrayendo comercio pero también generando tensiones con las potencias vecinas. La industria local —naval, textil y algunas manufacturas— funcionaba bajo un esquema mixto, con empresas privadas pero bajo supervisión gremial. Las cooperativas obreras recibieron apoyo estatal, reflejando la influencia del sindicalismo revolucionario, que veía en la autogestión una alternativa tanto al capitalismo como al comunismo.  

Sin embargo, la ciudad carecía de recursos naturales significativos. Aunque D’Annunzio soñaba con una autarquía heroica, la realidad fue que Fiume nunca logró sostenerse económicamente sin ayuda externa. Los medios de producción no pasaban al control exclusivo del Estado, sino que eran gestionados por los trabajadores organizados, quienes debían administrarlos según criterios de utilidad social, eficiencia técnica y justicia distributiva. En este sentido, la industria no solo era un medio de obtención de recursos materiales, sino también una herramienta de regeneración moral y cívica, que debía devolver al trabajo su carácter digno, creador y heroico.

Fiume contaba con ventajas geográficas y económicas que, en tiempos de estabilidad, podrían haber constituido la base de un desarrollo sostenido. La ciudad era un puerto natural sobre el Adriático, con infraestructuras sólidas heredadas del Imperio Austrohúngaro y una ubicación estratégica entre Europa central y el Mediterráneo. Su principal activo era el comercio marítimo, especialmente el tráfico de mercancías, el transporte de petróleo y carbón, y la exportación de productos manufacturados. Contaba además con una industria naval de mediano desarrollo, astilleros, depósitos portuarios y una red de talleres mecánicos y textiles. La pesca y las actividades vinculadas al mar también representaban una fuente de recursos, aunque en menor escala. Durante la ocupación, sin embargo, estos recursos no pudieron ser aprovechados de manera plena debido al bloqueo. Es por ello que la ciudad se vio forzada a recurrir al contrabando, al comercio informal con la vecina Yugoslavia y al apoyo financiero de nacionalistas italianos. El régimen intentó implementar políticas de autosuficiencia económica, alentar la cooperación entre gremios y fomentar el trabajo como forma de dignidad nacional, pero las condiciones materiales eran adversas y el aislamiento internacional hizo que los recursos disponibles se vieran constantemente menguados. A pesar de estas limitaciones, la vida cultural y artística de Fiume floreció durante este período, gracias al impulso dado por D’Annunzio a las actividades musicales, teatrales, poéticas y editoriales, lo que generó un ambiente de efervescencia intelectual y una experiencia estética del poder poco común en la historia contemporánea.

Los gremios, como expresión institucional de los sectores productivos, tuvieron un rol central en la vida de la Regencia del Carnaro. Más allá de sus funciones económicas, se concebían como órganos de participación política, legislativa y social. Cada corporación estaba dotada de estatutos propios, autonomía interna y capacidad para enviar delegados al Consejo de las Corporaciones. Esto significaba que las decisiones políticas se tomaban con la intervención directa de los trabajadores organizados según su función productiva, en lugar de por representantes electos en partidos políticos. Este modelo pretendía superar la democracia liberal, que era vista como corrupta y fragmentaria, proponiendo en su lugar una democracia orgánica, funcional, basada en el trabajo y en la armonía entre las partes del cuerpo social. Este ideal de representación gremial retomaba, en parte, nociones medievales y también ideas socialistas y sindicalistas de principios del siglo XX, aunque reinterpretadas en clave nacionalista y estética. En el contexto específico de Fiume, sin embargo, la implementación de este sistema fue más teórica que real, dada la falta de tiempo, recursos y estabilidad. 

Una de las propuestas más radicales del orden económico de Fiume fue la supresión del salario como forma dominante de remuneración. En lugar de recibir un salario fijo por su trabajo, el trabajador debía convertirse en partícipe y copropietario de la empresa o taller en el que producía. La Carta del Carnaro estableció que los trabajadores debían ser "propietarios de los frutos de su labor", ya sea mediante cooperativas, participación accionaria o gestión directa de las empresas. Este principio, influenciado por el sindicalismo revolucionario de Sorel y el anarcosindicalismo, buscaba abolir la distinción entre patrones y obreros, integrando a todos en corporaciones.  Esta idea, que anticipa modelos de cooperativismo integral y gestión obrera que florecerían décadas más tarde en otras partes del mundo, partía del principio de que el salario era una forma de esclavitud eficiente que mercantilizaba al ser humano. En contraste, la nueva economía debía estar basada en la asociación libre de productores, que se beneficiarían directamente del fruto de su trabajo sin mediación del capital especulativo o del Estado controlador. Este modelo implicaba la reorganización total del vínculo laboral, el obrero dejaba de ser un subordinado y pasaba a ser un socio del dueño en la empresa con fin común. La Carta del Carnaro no solo legitimaba esta orientación, sino que además la institucionalizaba mediante las corporaciones, que debían garantizar la participación equilibrada, la transparencia en la gestión y el reparto equitativo de beneficios. Si bien este ideal se enfrentó a enormes obstáculos prácticos en su aplicación, especialmente por la falta de experiencia organizativa y la resistencia de ciertos sectores empresariales, el principio fue abrazado con fervor por muchos trabajadores y propagandistas, y dio lugar a numerosas experiencias piloto de autogestión y cogestión en talleres, imprentas, panaderías y cooperativas portuarias.

En la práctica la colectivización parcial de fábricas abandonadas por sus dueños especialmente aquellas cuyos propietarios habían huido durante el conflicto fueron ocupadas por los trabajadores y gestionadas mediante asambleas. El control gremial de las corporaciones regulaban salarios, precios y condiciones laborales, aunque en sectores estratégicos —como el puerto— el Estado mantenía una supervisión directa. La industria de guerra dada la amenaza militar externa, se priorizó la producción de armamento y bienes esenciales, a menudo mediante requisas y trabajo obligatorio, lo que generó tensiones con el discurso libertario oficial.  

A pesar de estos avances, la industria de Fiume nunca logró autoabastecerse. La falta de materias primas, el bloqueo económico y el aislamiento diplomático condenaron al proyecto a depender del contrabando y la ayuda de simpatizantes italianos. 

Los gremios, verdaderos pilares de la estructura política y económica del Carnaro, eran más que simples sindicatos o asociaciones laborales. Constituían la forma fundamental de articulación del poder y de expresión de la voluntad popular, reemplazando a los partidos políticos tradicionales y al sistema parlamentario liberal, que eran vistos como instrumentos decadentes de la vieja Europa. Cada gremio representaba un sector del trabajo —manual, técnico, intelectual o artístico— y tenía funciones legislativas, económicas y educativas. Participaban en el Consejo de las Corporaciones, proponían leyes, reglamentaban el funcionamiento de sus industrias, velaban por la formación técnica de sus miembros y asumían tareas sociales como el cuidado de los ancianos, la distribución de alimentos o la asistencia médica. Esta concepción integral del gremio como célula viva de la sociedad era una relectura moderna de las corporaciones medievales, pero con un enfoque fuertemente ideológico que combinaba nacionalismo, socialismo y estética. Cada gremio tenía su propio reglamento, símbolos, himnos y festividades, y se promovía entre sus miembros un sentimiento de orgullo y pertenencia, en contraste con la alienación y fragmentación propias del capitalismo liberal y los sindicatos modernos. En este contexto, los artistas y maestros eran considerados trabajadores en pie de igualdad con los obreros o campesinos, y su gremio tenía un estatus especial en la jerarquía del Estado, como guardianes del espíritu, la belleza y la educación. Esta visión igualitaria del trabajo intelectual y manual era parte de la ética revolucionaria del Carnaro, que buscaba una nueva síntesis entre razón, fuerza y poesía.

Los congresos populares, por su parte, constituían instancias de deliberación directa del pueblo, convocadas para debatir cuestiones de alta relevancia o para legitimar decisiones tomadas por el Consejo de Rectores o por el conjunto de los gremios. Estos congresos no eran rutinarios ni meramente consultivos, sino que podían ejercer funciones legislativas o constituyentes. Se celebraban en plazas, teatros o edificios públicos, y reunían a representantes de los diversos sectores sociales junto con ciudadanos comunes. En ellos se discutían desde planes económicos hasta orientaciones culturales, pasando por decisiones militares, diplomáticas y sociales. El modelo se inspiraba tanto en las asambleas de la comuna de París como en el ideal clásico de la democracia griega, pero filtrado por la estética modernista y épica que D’Annunzio imprimía a todas las acciones del Estado. Los discursos eran elevados, poéticos, teatrales, y se buscaba generar en los participantes una vivencia de exaltación comunitaria, una especie de liturgia cívica que reemplazara a la burocracia parlamentaria. En estos congresos, el lenguaje, la música, la simbología y la retórica jugaban un papel tan importante como los contenidos políticos, reforzando la idea de que gobernar era también un acto de creación artística.

Una mezcla audaz de romanticismo revolucionario, nacionalismo poético, corporativismo funcional, estética del poder y voluntad de ruptura con los Estados formales. Su organización política innovadora, centrada en la Carta del Carnaro, propuso una democracia directa a través de las corporaciones, un ejecutivo colegiado con funciones simbólicas, y una cultura como eje del Estado. Su distribución económica aspiraba a la justicia mediante la participación activa de los trabajadores organizados en gremios. Su sistema monetario y bancario, aunque idealmente autónomo, fue débil y simbólico. Su sistema impositivo fue casi inexistente, basado en la urgencia y la informalidad. Sus recursos materiales, potencialmente importantes, no pudieron ser aprovechados plenamente debido al aislamiento y al bloqueo. Y sus gremios, aunque concebidos como órganos fundamentales del Estado, apenas alcanzaron a operar en plenitud. A pesar de todas estas limitaciones, la Regencia del Carnaro dejó una huella perdurable en el pensamiento político europeo y constituye un ejemplo fascinante de utopía revolucionaria en acción, un momento efímero pero poderoso donde el arte, la política, el trabajo y la poesía se entrelazaron en un experimento único.

La lección de Fiume no está en su éxito material —inexistente—, sino en su desafío radical al orden económico de su tiempo. Al fusionar nacionalismo y socialismo libertario, D’Annunzio demostró que incluso los proyectos más efímeros pueden dejar una huella imborrable en la imaginación política. Como él mismo declaró "Fiume es hoy la ciudad de la vida; mañana será la ciudad del mundo". La historia juzgaría esa pretensión como excesiva, pero no por ello menos inspiradora.

Así, el proyecto de Fiume no puede ser comprendido solamente como una aventura militar o una excentricidad de un poeta guerrero, sino como un intento serio, aunque fallido, de redefinir las bases del poder político, de la economía, del trabajo y de la cultura. Su sistema monetario, aunque débil, buscaba afirmar una soberanía sin tutelas. Su organización industrial, basada en la propiedad colectiva y en la autogestión, aspiraba a superar la explotación capitalista. La supresión del salario, en favor de la copropiedad del trabajador, introducía una ética revolucionaria del trabajo como creación y responsabilidad. Los gremios, dotados de funciones legislativas, educativas y económicas, reconstruían el tejido social en clave solidaria y funcional. Y los congresos populares, vividos como celebraciones cívicas, devolvían a la política su dimensión humana, participativa y estética. Este modelo, aunque utópico, dejó huellas profundas en las tradiciones políticas del siglo XX, inspirando tanto a corrientes libertarias como a ciertos sectores del corporativismo social, y permanece como una de las experiencias más poéticas, intensas y contradictorias de la historia política europea.

El Estado Libre de Fiume terminó abruptamente en diciembre de 1920, cuando el ejército italiano, bajo presión internacional, ocupó la ciudad y puso fin al gobierno de D’Annunzio. Aunque el experimento duró poco más de un año, su influencia fue notable. Por un lado, anticipó elementos del fascismo italiano, como el corporativismo y el culto al líder carismático. Sin embargo, a diferencia del fascismo mussoliniano, Fiume tuvo un componente libertario y sindicalista que lo acercaba más a las utopías revolucionarias que a los regímenes autoritarios. Por otro lado, su estética vanguardista —con desfiles, himnos y performances políticas— influyó en básicamente todos los movimientos políticos posteriores.  

Más que un modelo viable, Fiume fue un espejismo revolucionario, un momento en el que la poesía se mezcló con la política y las ideas radicales se pusieron a prueba en un microcosmos urbano. Su legado, aunque ambiguo, sigue siendo relevante como ejemplo de cómo las utopías políticas pueden surgir —y fracasar— en los márgenes de la historia. 

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