La Pérdida del Ser en el Discurso y la Imagen Colectivista e Individualista

A Modo de Introducción 


El individualismo o absolutismo individual de por si tiene el concepto metafísico tan equivocado como el absolutismo colectivo. Vivimos en una cultura donde el totalitarismo ya supera lo Estatal.

Desde Escoto al principio de la edad moderna donde se desarrolla la materia y deja lugar al individuo como "campeón de la creación".

En oposición el realismo de Tomas de aquino, Platón y Aristóteles desde lo clasico, lo espiritual era algo que pertenecía al hombre. La materia separa y esta influencia de la separación sobre la idea general crea el individuo como "absoluto" universal. Individuo es el nivel inferior en una escala jerárquica, es solamente una porción de energía condensada.

Desde antes de la modernidad la cosmología clásica fue una especie de base metafísica que consideraba la antropología y el racionalismo como la subversión y el principio del izquierdismo en política. El liberalismo tiene sus raíces precisamente en ese individualismo o absolutismo individual: que todo es materia, y encima de la cuestión sólo hay individuo. No hay sociedad como decían los neoliberales en los 80, "no existe el mar, solo son gotas".

El liberalismo tardío y dividido es la etapa terminal del desarrollo histórico de este individualismo o absolutismo individual. Ha llevado a la dialéctica negativa donde como decía Baudrillard implosiona y se aniquila a sí mismo.

La funcion profunda, original, interior y espiritual de toda filosofía fue la búsqueda del Ser, del "dasein", pero que terminó forzado por el estatismo, el clasismo y el individualismo que ha levantado ídolos de barro con el nombre de lo que cree ser Justicia, Libertad, Propiedad. La supuesta batalla cultural entre individualismo y colectivismo es solo un trasnochado espectáculo más que vende las entradas para medir cual público lleva más rating y "me gusta" para el algoritmo, pero que todavía parece no entender que la posmodernidad ya invita a otras batallas mas profundas...


Vivimos en una época donde los grandes conceptos parecen haber sido vaciados de contenido, convertidos en marcas sin substancia, ídolos de barro que desfilan en el mercado de las ideas según el algoritmo de turno. Libertad, justicia, propiedad, identidad todos términos que alguna vez apuntaron a algo profundo, incluso sagrado, pero que hoy están atrapados en estructuras que no buscan la verdad sino la utilidad, la adhesión, el impacto inmediato. Y en el fondo de esa transformación, hay una pérdida que no es solo cultural o política, sino ontológica, la pérdida del Ser. Porque el drama de nuestro tiempo no es que haya más individualismo o más colectivismo, sino que ambos son, en su forma moderna, síntomas distintos de la misma enfermedad: el enajenamiento, el olvido del "dasein", como lo diría Heidegger. No es que estemos más libres ni más juntos; es que estamos más lejos de lo que somos.

El liberalismo y el socialismo, en sus versiones modernas, comparten más de lo que creen. Ademas del progresismo de mercado ambos nacen de una misma raíz metafísica torcida, de una concepción de lo humano que ya no se entiende como parte de un orden mayor, sino como algo que se autoconstruye o se autodetermina, sea desde el yo o desde el nosotros. El primero pone al individuo en el centro, como una mónada autosuficiente que no debe nada a nadie, que se afirma a sí mismo como valor absoluto. El segundo disuelve al individuo en la masa, en la clase, en el grupo, como si la redención del hombre viniera por la fusión con un cuerpo colectivo que lo excede. Ambos, sin embargo, parten de la misma ruptura con la visión tradicional del mundo, aquella que entendía la existencia como inserta en una jerarquía ontológica donde el alma, la comunidad y lo trascendente no eran constructos culturales ni ficciones útiles, sino realidades vivas que daban sentido a la existencia.

Desde la Edad Media ya se empieza a vislumbrar esta deriva. Con Duns Escoto se abre paso una visión donde la materia empieza a tomar una autonomía que no tenía en la tradición clásica. En lugar de comprenderla como parte de un orden creado con sentido, comienza a pensarse como algo neutro, manipulable, disponible. Y con eso, el individuo empieza a ser visto como un ser separado, más que relacionado; un ente aislado que puede dominar lo que lo rodea. La modernidad consagra este giro. Ya no importa tanto la especie como una totalidad espiritual, como pensaban Platón, Aristóteles o Tomás de Aquino. Lo que importa es el sujeto cartesiano, productor, consumidor, propietario. El yo como centro del mundo. Y así, el individuo pasa de ser una parte en un todo a ser un absoluto universal. Es decir, deja de ser persona (relación) para convertirse en objeto autoconsciente, una especie de fuerza comprimida que sólo tiene sentido si se afirma por sí misma.

Este individualismo no es sólo una postura política o económica; es una caricaturizacion metafísica. Una que ha invadido todos los planos de la vida moderna. Porque el verdadero totalitarismo de nuestra época no es el del poder estatal, sino el del discurso. El discurso que todo lo convierte en dato, en rebeldía, en mercancía, en consumo. Como decía Debord, la sociedad del espectáculo convierte lo real en imagen, lo auténtico en representación. No se vive, se observa. No se participa, se consume. Y en ese escenario, el individuo moderno no es libre sino profundamente esclavo. Mejor dicho voluntariamente esclavo. Esclavo de su necesidad de mostrarse, de explotarse, de medirse, de ser visto. El yo separado que diseñó la modernidad termina pidiendo ser validado por los mismos algoritmos que supuestamente lo liberaban del Otro. Así, el sujeto liberal termina implosionando, como advertía Baudrillard, se agota en su propia hiperrepresentación, se aniquila en la repetición sin sentido de sí mismo.

Pero el colectivismo, en sus diversas formas, no ofrece una mejor alternativa. Porque también parte de la misma metafísica subvertida de la separación. Si el individualismo absolutiza al yo, el colectivismo absolutiza al nosotros, pero ambos pierden la dimensión relacional auténtica de Ser. En lugar de comunidad, hay masa; en lugar de fraternidad, hay control; en lugar de espiritualidad compartida, hay planificación externa. El sujeto se disuelve, sí, pero no en un todo vivo y significativo, sino en una abstracción enmascarada y sin rostro. En nombre del pueblo, de la justicia o del progreso, se elimina lo único que puede hacer a esos conceptos verdaderos en la persona concreta, viva, con alma. Y así, el colectivismo termina reproduciendo, en clave inversa, el mismo vacío fatuo del individualismo. Ambos niegan lo que Chesterton y Belloc llamaban la "distributiva espiritual" del mundo, ese equilibrio entre propiedad, deber y pertenencia que hace que la vida tenga raíces y no solo coordenadas ideológicas.

La llamada batalla entre liberalismo y socialismo, entre derecha e izquierda, entre individuo y colectivo, es, en el fondo, una distracción. Una puesta en escena. Un espectáculo que vende entradas, que mide audiencias, pero que no toca lo esencial. Porque el verdadero problema no es si hay más o menos intervención estatal, más o menos libertades formales, más o menos mercado. El verdadero problema es que hemos perdido la orientación. Heidegger lo dijo con claridad: el pensamiento occidental, desde hace siglos, ha olvidado la pregunta por el Ser, y en su lugar ha colocado la técnica, la eficacia, el dominio. Lo que era misterio se vuelve cálculo; lo que era presencia se vuelve representación. Y el hombre, en vez de habitar el mundo, lo ocupa. En vez de estar en relación, está en tensión. En vez de Ser, actúa como si fuera algo. Y esa actuación, ese "como si", es la raíz de todas las ideologías modernas, sustitutos y máscaras de la angustia.

No se trata de rechazar toda forma de organización política o social, ni de idealizar un pasado perfecto que nunca existió. Se trata de comprender que tanto el liberalismo como el socialismo, como ideologías modernas, han dejado de lado lo esencial. La gran política, en su sentido más profundo, no era administración de recursos ni gestión de intereses, sino expresión del alma común de un pueblo. Y la propiedad, antes de ser un derecho individual o un motivo de expropiación, era una forma de relación con la tierra, con los otros, con lo sagrado. Hoy, tanto la propiedad como la libertad han sido reducidas a instrumentos, a medios sin fin. Se defienden o se atacan según convenga, pero ya no se entienden como realidades vivas, que nacen de un enraizamiento ontológico. Lo mismo ocurre con la justicia convertida en un ideal abstracto que debe imponerse desde arriba, en lugar de una experiencia concreta de equilibrio y verdad que emerge desde abajo, desde el corazón de la comunidad.

Lo que la posmodernidad pone en evidencia —aunque a menudo no lo sepa expresar— es que este sistema de falsas oposiciones ya no funciona. El algoritmo lo sabe vende mejor un escándalo entre extremos que una reflexión sobre lo que nos une.

Volver a habitar el mundo, no como dueños ni como piezas de un engranaje, sino como personas en relación. Personas que no se definen por su utilidad, su productividad o su visibilidad, sino por su capacidad de amar, de compartir, de contemplar. Eso que se ha perdido no es una ideología, es un modo de estar en el mundo. Un modo que no puede ser planificado ni comprado, pero sí puede ser recordado, cuidado, cultivado.

Por eso, pensar desde el Ser no es una postura intelectual o filosófica solamente. Es una forma de resistencia. Todo tiende a la fragmentación o a la absorción, donde el Yo se hincha hasta explotar o se diluye hasta desaparecer, apostar por la comunidad real, por la persona relacional, por la experiencia espiritual, es un acto revolucionario. Como lo intuía Belloc cuando hablaba de la necesidad de una "sociedad de propietarios", no como una utopía económica, sino como una forma de devolver al hombre su lugar en el mundo, su nombre. Como lo recordaba Chesterton al defender la patria, las tradiciones vivas, los vínculos humanos que escapan a la lógica del mercado y del Estado. Y como lo gritaba Debord, cuando denunciaba que la vida había sido sustituida por su representación. Todos ellos, desde distintos ángulos, estaban diciendo lo mismo.

No es buscar como nos vamos a definir ideológicamente. Es despertar. Es volver a ver. Volver a escuchar. No desde la nostalgia, sino desde la conciencia. No para huir del mundo, sino para habitarlo de nuevo, con otros ojos, conocerlo y redescubrirlo sin gafas. Y eso implica reconocer que el problema no es sólo externo. No es sólo el sistema, la política, la economía. Es el discurso que aceptamos, las palabras que usamos, las imágenes que consumimos, las formas en que nos pensamos a nosotros mismos. Mientras sigamos creyendo que somos solo gotas o solo mares, seguiremos lejos del agua viva. Mientras creamos que la solución está en tener más o menos, en elegir mejor o peor, seguiremos presos del mismo juego. Solo cuando dejemos de mirar el mundo como algo a usar o conquistar, y empecemos a vivirlo como algo que nos habla, que nos llama, que nos precede, podremos empezar de nuevo. Y quizás entonces, en el silencio que queda cuando se apagan los gritos de discursos, escuchemos de nuevo el auténtico Yo.


Segunda Parte. El Espejismo de las Ideologías


Vivimos en una época donde las palabras "libertad" y "justicia" se han convertido en eslóganes vacíos, repetidos hasta el cansancio por ideologías que, en el fondo, comparten el mismo error: reducir al hombre a una fatuidad, ya sea como individuo aislado o como pieza de un colectivo. Tanto el liberalismo como el socialismo, en su obsesión por definir estos conceptos, terminaron perdiendo de vista lo esencial, el Ser y el Yo auténtico.

La modernidad distorsionó dos pilares fundamentales de la vida humana, la Propiedad y la Autoridad. Antes, la propiedad no era solo un título legal, sino un vínculo concreto entre el hombre y lo que cultivaba, construía o heredaba. Era algo que lo arraigaba al mundo. La autoridad, por su parte, no era mero poder, sino responsabilidad ante un orden natural y divino. Pero el liberalismo convirtió la propiedad en un número en una cuenta bancaria, y la autoridad en un contrato social revocable. En lugar de ser extensiones naturales del orden social y espiritual, se convirtieron en herramientas de dominación o en fetiches ideológicos. El liberalismo, al reducir la libertad a un mero "derecho individual", cayó en el mismo materialismo que el socialismo al definir la justicia como una imposición colectiva. 

El error de fondo es metafísico tanto el individualismo como el colectivismo parten de una visión fragmentada del hombre. Para el liberalismo radical, solo existe el individuo, una mónada aislada que negocia en el mercado de las ideas. Para el socialismo, solo existe la masa, una entidad homogénea que debe ser moldeada. Pero, ¿dónde queda el hombre concreto, el que vive, sufre, ama y piensa? ¿El creador de dichos términos? El socialismo, por su parte, cometió el mismo error pero al revés al colectivizar la propiedad, la convirtió en algo que nadie sentía como propio, y al estatizar la autoridad, la transformó en un mecanismo impersonal. Así, ambos sistemas terminaron destruyendo lo que decían proteger.

Desde el siglo XIV comenzó a gestarse una ruptura con la tradición. Mientras que anteriormente el hombre era parte de un orden cósmico y social, la modernidad lo convirtió en un ente aislado, dueño de su propia realidad. Este giro filosófico no fue inocente al separar al hombre de su contexto espiritual y comunitario, lo redujo a materia en movimiento, un individuo en si que cree ser libre porque consume, pero que en realidad está atrapado en un sistema de imagenes turbias.

El liberalismo tardío es la etapa final de este proceso, una tiranía del individuo, donde la libertad ya no significa auténtica autonomía, sino esclavitud a los deseos fabricados por el mercado. Como señaló Baudrillard, vivimos en una simulación donde incluso las rebeliones son parte del espectáculo. La "batalla cultural" entre izquierda y derecha es solo un teatro más, un combate de imágenes que oculta la verdadera crisis, la pérdida del Ser por la búsqueda "demandada". La "libertad" se reduce a elegir entre mil marcas de zapatos. El individuo cree que decide, pero en realidad solo repite gestos prefabricados que lo hacen sentir identificado hasta su próxima compra. Del otro lado, el colectivismo promete justicia, pero solo ofrece un sistema donde todos son igualmente insignificantes ante el Estado.

Guy Debord, en La Sociedad del Espectáculo, describió cómo la vida moderna se ha convertido en una acumulación de imágenes, una representación. La política es un reality show donde izquierda y derecha interpretan papeles preestablecidos. Las redes sociales convierten cada debate en un combate de likes, donde lo importante no es la verdad, sino quién "gana" en participación. El individualismo promete libertad, pero solo ofrece soledad; el colectivismo promete justicia, pero solo ofrece control. Ambos son caras de la misma moneda, la negación de lo auténtico.  

Chesterton y Belloc, desde una perspectiva más tradicional, criticaron tanto el capitalismo liberal como el socialismo por su materialismo compartido. Para ellos, la verdadera alternativa estaba en un orden distributista, donde la propiedad y la autoridad estuvieran arraigadas en lo concreto, en la familia, en la comunidad local, no esclavos de corporaciones ni de burócratas. Pero hoy, incluso esas ideas han sido absorbidas por el discurso, convertidas en mercancías intelectuales, en votos para el consumo de masas, la maquinaria del espectáculo.  

La posmodernidad nos enfrenta a una paradoja mientras las ideas tradicionales se derrumban, no hemos encontrado nada que las reemplace. Seguimos hablando de "libertad" y "justicia", pero ya no sabemos qué significan, porque todos tienen sus propias versiones. El algoritmo nos dice qué pensar, los think tanks nos dicen cómo hablar, y los gobiernos y corporaciones nos dicen cómo vivir.  

El hombre ya no "es", sino que "funciona". La tecnología nacida junto al lenguaje no es solo una herramienta, sino una forma de pensar que reduce todo a cálculo y eficiencia. Para Burroughs esa herramienta se había vuelto un virus o un vicio. Las redes sociales son el ejemplo perfecto, ya no vivimos experiencias, las "posteamos". Ya no conversamos, "interactuamos". El algoritmo decide qué vemos, qué pensamos, incluso qué sentimos antes de que lo hagamos.  

¿Hay salida? Baudrillard era pesimista al respecto, llevó esto más lejos en la hiperrealidad, ya no hay diferencia entre lo real y lo virtual. Apenas podemos  recuperar una metafísica del Ser, una visión del hombre que no lo reduzca ni a individuo ni a colectivo, sino que lo entienda como parte de un orden natural. Como dijo Heidegger, el Dasein no es un sujeto aislado, sino un estar-en-el-mundo, en relación con los otros y con lo sagrado y lo profano.  

Las ideologías, en su pelea estéril, solo nos distraen, el hombre no es ni un átomo ni una cifra, sino un misterio que se revela en la presencia, en el encuentro, en el acto de ser. Mientras sigamos atrapados en el discurso del individualismo y el colectivismo, seguiremos perdidos en el laberinto de nuestra propia creación.  

La verdadera batalla no es entre izquierda y derecha, sino entre el Ser y la Nada. Entre vivir de verdad o existir como un dato en una base de datos. Y esa es una lucha que ningún algoritmo puede medir.

Chesterton decía que el mundo moderno está loco porque ha perdido el sentido de lo sobrenatural. Belloc insistía en que sin propiedad real, no hay hombres libres. Heidegger clamaba por un nuevo comienzo, donde el Ser dejara de ser un concepto olvidado en los libros de filosofía para volver a ser el centro de la vida.  

Las ideologías son fantasmas. No solucionan nada porque su lucha nunca fue real: es como dos boxeadores que pelean en un ring, pero el ring está en una pantalla, y la pantalla la controla alguien que ni siquiera está mirando, y lo peor de todo ni siquiera lo estás viendo con tus rois ojos sino que te lo están relatando. 

Como dijo Baudrillard, quizá lo único que nos queda es el desafío de lo imposible, vivir como si el Ser aún importara. Como si la libertad, la justicia y la propiedad aún tuvieran significado. Como si fuéramos algo más que espectadores de nuestra propia desaparición.  

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