En un artículo anterior hablamos de los Vales malvinenses y el peso hueco jesuita.
Ambos experimentos, tan distantes en tiempo y espacio como cercanos en espíritu, plantean una pregunta que resuena con fuerza en la actualidad ¿qué es en verdad una moneda? ¿Una pieza de metal, una firma en un billete, un código digital en una cuenta bancaria o, más bien, una confianza activa que vincula trabajo, bienes y palabra? Los vales de Vernet en las Malvinas y el peso hueco jesuítico nos enfrentan a una forma olvidada, pero quizás más genuina, de soberanía económica aquella que no nace de la ley escrita sino del hecho efectivo, de la necesidad concreta, de la comunidad organizada alrededor de recursos reales. No fue el Congreso ni una Casa de la Moneda quien imprimió estas unidades de valor, sino el aislamiento y la voluntad de sostener un orden económico funcional sin depender del exterior. En ambos casos, la moneda nace como solución, no como imposición.
Lo que resulta revelador es que, tanto en las reducciones como en las islas, la moneda no era “moneda” en el sentido clásico. Era una promesa respaldada por bienes. Pero no una promesa vacía o basada en deuda futura como lo son hoy los billetes estatales o el dinero bancario emitido contra préstamos. Era una promesa de intercambio inmediato o próximo, cuya credibilidad no residía en un banco central ni en un ejército, sino en la percepción directa que tenían las personas de que la yerba existía, de que el cuero estaba en el depósito, de que el sebo podía retirarse o usarse como pago. En cierto modo, era más dinero que el dinero actual más tangible, más real, más enraizado en el mundo físico.
Por eso sorprende cómo ambos sistemas, aunque marginales y olvidados, anticipan con naturalidad algunas discusiones monetarias del siglo XXI. Hoy se habla de monedas complementarias, de criptomonedas respaldadas en activos, de economías locales que buscan autonomía frente a los ciclos globales. Pero los jesuitas ya habían hecho eso. Vernet también. Lo que para nosotros aparece como innovación o experimento, para ellos fue solución pragmática. Y sin saberlo, tocaron un nervio profundo, el valor no está en la moneda sino en el lazo que la moneda establece entre la producción y el intercambio.
Una característica que merece destacarse es que en ambos casos no hubo acumulación de capital en el sentido moderno. No hubo bancos que “prestaran” a interés, ni especulación con la moneda, ni posibilidad de expandir la base monetaria por encima de los bienes existentes. No hubo multiplicación bancaria. De hecho, tanto el peso hueco como los vales de Vernet serían imposibles bajo el régimen bancario actual, porque no se ajustan al modelo de creación de dinero a partir del endeudamiento. En las reducciones, los créditos no se otorgaban con tasa ni se comerciaba con el dinero en sí, y en Malvinas nadie podía acumular vales para lucrar con su escasez. Eran medios de circulación, no de concentración. Herramientas sociales, no instrumentos de poder financiero.
Este punto es crucial. En el sistema actual, la moneda se emite como deuda. Cada billete representa una promesa de pago futura, y su circulación genera intereses, que luego deben pagarse también con más deuda. Esto obliga a expandir la masa monetaria constantemente, alimentando la inflación estructural y generando desigualdad. Pero los sistemas de Vernet y de los jesuitas se basaban en el equilibrio. La moneda era proporcional al bien. La circulación respondía al ritmo productivo. Si había más yerba, podía haber más peso hueco; si escaseaban las pieles, se emitían menos vales. Era una economía armónica, no especulativa.
Incluso el uso del almacén como centro de canje —en ambos casos, tanto en las reducciones como en Puerto Soledad— refuerza esta lógica. Allí no se “compraba” en el sentido moderno, sino que se intercambiaban fichas o vales por cosas necesarias. Era un espacio de redistribución antes que de competencia. No había supermercados, ni inflación de góndola. La economía era cerrada, pero eficiente. Y sobre todo, no estaba sometida a las fluctuaciones del mercado internacional ni a la volatilidad del capital financiero.
Por eso el fin de ambos sistemas fue tan abrupto y tan revelador. No colapsaron por errores internos, ni por fallas técnicas, ni por desconfianza social. Colapsaron porque el poder imperial no tolera lo autónomo. En 1767, los jesuitas fueron expulsados no por cuestiones religiosas, sino porque su modelo era una amenaza al monopolio colonial de la Corona española. Su economía comunitaria funcionaba mejor que la encomienda, generaba excedentes, educaba indígenas, organizaba sin castas. Y sobre todo, no necesitaba intermediarios ni monedas reales. El “peso hueco” era demasiado eficiente, demasiado legítimo. El Estado central no podía permitirlo.
Lo mismo en las Malvinas. Vernet no sólo gestionaba una colonia remota, sino que emitía su propia moneda, regulaba el comercio, establecía impuestos, controlaba los recursos naturales y arbitraba los conflictos. Era un Estado en miniatura, sin necesidad de bancos ni subsidios. Cuando capturó barcos norteamericanos por caza ilegal, el USS Lexington respondió con una violencia desproporcionada incendió, saqueó, destruyó registros y alimentos, y desarmó la economía local. Luego, los británicos terminaron de liquidarla imponiendo la libra y borrando todo vestigio argentino. Pero el motivo no fue sólo diplomático o territorial. Había una economía soberana funcionando. Y eso, también, era una amenaza.
Si uno lo piensa bien, ambos experimentos desobedecen el mito moderno de que sin bancos no hay economía, o de que sin moneda oficial no puede haber intercambio. Muy por el contrario, revelan que cuando los bancos están ausentes —y con ellos, la especulación y la deuda—, la economía puede funcionar mejor. Más humana, más sólida, más estable, más conectada al trabajo real. Quizás por eso sus memorias han sido tan mal preservadas. El “peso hueco” apenas figura en los manuales, y los vales de Malvinas son reliquias ignoradas. Pero juntos muestran que la soberanía monetaria no es un decreto ni un billete con prócer. Es un tejido vivo entre producción, confianza y comunidad.
Otro aspecto a resaltar es el papel simbólico del dinero. Tanto las fichas jesuíticas como los vales de Vernet expresaban pertenencia. Eran más que medios de pago eran signos de una economía propia, de un circuito cerrado que no necesitaba de Londres ni de Lima para valorar su trabajo. En las reducciones, el peso hueco integraba la cultura guaraní al sistema económico, legitimando su labor y su lugar en la comunidad. En Malvinas, los vales demostraban que no hacía falta importar moneda para vivir bastaban las propias manos, la organización local y el respeto mutuo. Esa capacidad simbólica del dinero —como expresión de autonomía— es algo que el sistema financiero moderno ha destruido. Hoy el dinero no representa a nadie. Circula sin rostro, sin alma, sin tierra.
Hay una especie de lección oculta en estas historias. Nos enseñan que la moneda puede surgir de abajo, que puede estar ligada a bienes concretos y no a activos financieros, que puede ser un instrumento de organización y no de sumisión. Incluso nos invitan a pensar nuevas formas de valor que escapen a la lógica de la escasez inducida. Si una comunidad puede emitir su moneda en base a lo que produce —como hicieron los jesuitas con la yerba o Vernet con los cueros—, entonces el dinero deja de ser un obstáculo y se convierte en un puente. Lo importante no es cuánta moneda hay, sino si hay bienes que la respalden y personas que confíen en ella. Todo lo demás es artificio.
También es interesante notar que ninguno de los dos sistemas generó inflación sostenida. En parte porque no había intereses financieros que alimentaran la necesidad de expansión perpetua. Pero también porque la economía estaba en manos de quienes trabajaban, no de quienes especulan. Hoy, cuando los bancos privados crean dinero, los bancos centrales imprimen sin respaldo y las deudas estatales se multiplican, la inflación aparece como una plaga inevitable. Pero eso no pasaba en las misiones. Tampoco en Malvinas. Y no porque fueran sociedades perfectas, sino porque el dinero era consecuencia de la producción, no su motor ficticio.
Hoy que se debate tanto sobre soberanía, resulta llamativo que la soberanía monetaria no esté en el centro de la discusión. ¿De qué sirve tener bandera, himno y territorio si el dinero que circula lo emite una banca privada, con reglas externas y tasas impuestas desde centros lejanos? ¿Qué independencia puede haber si los impuestos se recaudan para pagar intereses de una deuda emitida por bancos que crean dinero de la nada? Frente a ese panorama, los sistemas de Vernet y de los jesuitas parecen casi utópicos. Pero fueron reales. Funcionaron. Y no necesitaron ni FMI, ni Banco Central, ni Bolsa de Valores.
Quizás su mayor enseñanza sea que la economía puede organizarse en torno a la vida, no al capital. Que el trabajo y el bien tangible pueden volver a ser el centro. Que el dinero puede ser una herramienta y no una trampa. Tal vez haya llegado el momento de recuperar esas memorias, no como reliquias curiosas, sino como semillas para el futuro. Porque si la historia sirve de algo, es para recordarnos que hubo otras formas de vivir, y que aún pueden volver a existir.
Aunque limitados a sus contextos geográficos e históricos, no son meras anécdotas del pasado, sino destellos de una concepción del dinero profundamente distinta a la que domina la modernidad capitalista y financiera. Allí donde el signo monetario dejó de estar vinculado a metales preciosos o a bancos centrales, emergió el principio originario del dinero como promesa de valor respaldada por bienes y por una estructura de confianza comunitaria. Esta noción se ha visto rescatada, reinterpretada y, en algunos casos, reinventada por diferentes corrientes contemporáneas que desafían el monopolio bancario sobre la creación monetaria. Así, del mismo modo que los jesuitas anotaban en libros la equivalencia del trabajo indígena con yerba o cueros, o que Vernet emitía vales canjeables por carne o sebo, hoy surgen formas de crédito social, monedas comunitarias, criptodivisas respaldadas y otras experiencias que recuperan, cada una a su modo, la lógica de una moneda funcional a la producción concreta y a la soberanía local.
El sistema capitalista tradicional está basado en la ficción de una escasez manipulada. Aunque los recursos son abundantes, el acceso a ellos queda restringido por el control centralizado del dinero. Solo pueden intercambiarse bienes si antes se dispone de una unidad de cuenta emitida por un tercero —generalmente, un banco comercial que genera dinero como deuda—. El resultado es una economía donde la producción no responde a las necesidades sociales, sino al interés acumulativo de quienes controlan la emisión monetaria. En cambio, tanto los jesuitas como Vernet entendieron, desde la experiencia concreta, que el dinero no necesita surgir de la deuda, sino del trabajo y la producción presentes. El valor no se “fabrica” en un banco, sino que se cultiva, se cosecha, se curte o se almacena.
Estas ideas resuenan con lo que hoy algunos economistas heterodoxos denominan “teoría del crédito social”, desarrollada por C.H. Douglas en el siglo XX, que proponía que el dinero debía ser emitido por la comunidad en proporción a su capacidad productiva, como una herramienta para facilitar el intercambio, no como una trampa para generar dependencia perpetua. Los bancos privados crean dinero de la nada, los bancos centrales emiten dinero respaldado por deuda soberana, y donde el ciudadano común debe hipotecar su futuro para acceder a bienes presentes, el modelo jesuítico o vernetiano aparece como una herejía, una economía real sin deuda, donde la moneda representa bienes disponibles y circula como reflejo del esfuerzo compartido.
Experimentos modernos con monedas locales o sistemas de trueque institucionalizado, como los LETS (Local Exchange Trading Systems), redes de intercambio que operan en pequeñas comunidades en Europa o Canadá, recuperan ese principio. Allí, los participantes intercambian servicios y bienes registrando créditos y débitos en una base común, sin necesidad de dinero oficial. En Argentina, experiencias como el trueque durante la crisis de 2001, aunque en contextos distintos, también se inscriben en esta línea de ruptura con el paradigma único del peso o el dólar emitido por bancos. Lo mismo puede decirse de sistemas como el WIR suizo, una moneda paralela surgida en 1934 para apoyar a las pymes helvéticas que aún hoy funciona como red de crédito mutuo, sin papel físico y basada en la confianza entre productores.
Lo interesante de todos estos modelos, al igual que con el peso hueco o los vales de Malvinas, es que entienden al dinero como un vehículo, no como un fetiche. La moneda no es un fin en sí mismo, ni una reserva abstracta de valor futuro, sino un acuerdo entre partes para hacer posible el intercambio en el presente. Y ese acuerdo requiere una base de confianza mutua, pero también un respaldo visible no en oro escondido en una bóveda, controlado y tasado por grupos privados en pequeños antros, sino en bienes producidos, comerciados, almacenados o por producir. En ese sentido, los vales de Vernet eran mucho más honestos que el sistema actual, donde el dinero se crea digitalmente, sin ningún respaldo material, por bancos comerciales que luego lo prestan con interés.
La crisis del sistema bancario tradicional ha alimentado también el surgimiento de monedas digitales que, aunque aún en construcción ideológica, buscan recuperar algo de esta lógica de descentralización y respaldo. El Bitcoin, por ejemplo, fue concebido como una moneda independiente de cualquier autoridad central, aunque en su forma actual ha sido más objeto de especulación que de intercambio concreto. Sin embargo, existen versiones más alineadas con el espíritu del peso hueco criptomonedas respaldadas en bienes reales (commodities, energía, producción local), o proyectos de stablecoins comunitarias que circulan en redes cerradas de confianza. Algunas comunidades rurales, sobre todo en África o Asia, han comenzado a experimentar con criptomonedas locales cuyo valor está ligado a cosechas futuras, servicios comunales o acceso a insumos compartidos.
Esta tendencia marca un retorno, aunque mediado por la tecnología, a principios antiguos en que la riqueza es comunitaria, que el valor es productivo, y que el dinero debe nacer de la cooperación más que del endeudamiento. Así como los jesuitas llevaban registros de los aportes individuales para distribuir con justicia los productos de la misión, hoy las plataformas blockchain podrían ser utilizadas no para rastrear especulación financiera, sino para registrar contribuciones reales y distribuir beneficios según parámetros transparentes. El problema, como siempre, es quién controla el código, quién administra el nodo y bajo qué reglas se emite esa nueva moneda. Sin confianza institucional o comunitaria, ninguna forma monetaria puede sostenerse.
También en Argentina han surgido experiencias contemporáneas que evocan, a su manera, estos modelos. Los clubes de trueque durante la crisis de 2001, aunque precarios y mal gestionados en su final, comenzaron como redes solidarias de intercambio en las que cada participante emitía sus propios “créditos” a cambio de productos caseros, mano de obra o servicios. En un principio funcionaban con notable eficiencia, precisamente porque estaban basados en necesidades reales y en redes de cercanía. Su colapso no fue monetario, sino moral la sobreemisión de vales respecto al peso, el ingreso de actores especulativos y la pérdida de confianza destruyeron la utilidad del sistema. El paralelismo con el final del peso hueco, tras la expulsión jesuítica, es evidente sin una estructura ética y organizativa clara, la moneda deja de representar un vínculo y se convierte en papel sin sentido.
En este marco, volver sobre la figura de Vernet o de los jesuitas no es nostalgia, sino una invitación a pensar futuros posibles. ¿Por qué no podría una comunidad, un municipio o incluso una cooperativa emitir su propio medio de pago, respaldado por su producción? ¿Por qué seguimos dependiendo de bancos lejanos que crean dinero de la nada para luego cobrarlo con intereses? Si la historia muestra que en al menos dos ocasiones, en territorios bajo jurisdicción argentina, funcionaron sistemas monetarios soberanos y eficaces sin necesidad de metales ni de bancos centrales, ¿por qué no explorar alternativas similares hoy, cuando la tecnología lo permite y la crisis lo exige?
Incluso desde una mirada de soberanía nacional, el ejemplo de los vales de Vernet cobra un nuevo sentido. En un archipiélago aislado, sin presencia efectiva del Estado central, una figura privada pero investida de autoridad gubernamental organizó una economía autárquica y coherente. Su sistema monetario no solo facilitó la producción y el consumo, sino que cimentó el reclamo argentino sobre las islas al demostrar una administración plena. En otras palabras, emitir moneda propia fue ejercer soberanía. Lo mismo puede decirse de las misiones con su moneda, aunque simbólica y no metálica, fue la expresión última de una autonomía que funcionaba de facto, fuera del orden imperial.
Ese es, quizá, el corazón de toda moneda soberanaque nace del acto de comunidad, de la capacidad de un grupo humano de organizarse para intercambiar con base en su producción y su confianza mutua. No necesita respaldo imperial, ni validación externa. Necesita bienes reales, organización y voluntad política. Y esto es lo que el sistema bancario moderno ha suprimido en la idea de que el dinero puede surgir del pueblo, sin pedir permiso a la autoridad financiera. De que puede ser una herramienta de emancipación, no de dominación.
Los bancos centrales del mundo bailan al ritmo de las tasas del BIP que responden más a las expectativas de los mercados que a las necesidades de las poblaciones, la memoria del peso hueco y los vales de Malvinas adquiere un nuevo brillo. Son pruebas de que el dinero puede tener otras formas, otros ritmos y otros valores. Que puede ser expresión de una economía real, orientada a la vida y no al lucro. Que puede, en última instancia, volver a ser nuestro.
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