El neoliberalismo no es una simple doctrina económica; es una metafísica dominante que reconfigura la realidad misma. Su objetivo no es solo desintegrar la sociedad —separándola de su cultura y tradición— sino también fracturar al individuo, disolviendo su identidad en categorías racionales abstractas como "singularidad" o "minoría". Estas no son meras etiquetas, sino constructos ideológicos diseñados para justificar un orden donde el victimismo se convierte en moral pública, el precariado sustituye al proletariado, y los derechos individuales se reducen a espejitos de colores que distraen de la explotación estructural.
Este sistema eleva la lógica de oferta-demanda a un plano metafísico, donde el deseo subjetivo se absolutiza. La "libertad" neoliberal no es emancipación, sino un mecanismo de enajenación que convierte al ciudadano en consumidor de identidades y nichos de mercado. Mientras, el mercado —nuevo templo posmoderno— canoniza un derechohumanismo discursivo, acusando de "fascista" a quien cuestione sus dogmas. Tras esta fachada progresista, el neoliberalismo desprecia lo concreto no le interesan las personas, sus relaciones ni la justicia material, sino la abstracción de "la humanidad" como mercancía global como transhumanismo.
En el mundo contemporáneo, nada escapa al neoliberalismo. Este fenómeno, que se presenta muchas veces como una mera corriente económica o política, es en realidad una fuerza totalizadora que tiene por función desintegrar no solo la sociedad en su cultura y tradición, sino también fracturar al individuo de su sexualidad, raza e identidad. No busca reconocerse en el Otro, sino alienarse respecto al otro, ya sea como singularidad atomizada o como minoría ideológicamente reestructurada. Ambas categorías, lejos de ser naturales o espontáneas, son artificios ideológicos, no solo en lo que podría considerarse “afín”, sino también en relación a los “posibles enemigos”. Estos artificios funcionan como síntomas para justificar desde un victimismo mediocre hasta formas de degeneración que se autoproclaman “racionales” o “morales”.
Así, lo que se presenta ante nosotros es una diversidad tolerada, que en realidad es un mecanismo para sostener un sistema que se mantiene intacto detrás de un victimismo/subjetivismo sistémico convertido en moral. El precariado, por ejemplo, es presentado como un proletariado aceptable, incluso como símbolo de la meritocracia. Y, en último término, se nos ofrecen espejitos de colores para que las estructuras de poder continúen impasibles.
Este sistema lleva la lógica de oferta-demanda al plano metafísico, basándose en el deseo individual y la subjetividad. Es el individuo llevado al absolutismo, donde su identidad se reduce a un conjunto de preferencias de consumo. Esta es la declaración de guerra silenciosa contra los pueblos, una guerra librada en el terreno cultural bajo las banderas de la libertad, el progreso y, sobre todo, del derechohumanismo, convertido en posición inobjetable. Cualquier cuestionamiento a estos medios es etiquetado inmediatamente como genocida y retrógrado.
No importa para el neoliberalismo las personas ni sus relaciones concretas, ni la propiedad, ni la distribución económica real; le interesa la "humanidad" como abstracción, como patrón medible y controlable y el privatismo como moral. En esencia, promueve la libre circulación de mercancías, sean estas humanas o no.
¿Por qué afirmamos que no hay salida? Porque el neoliberalismo es la religión posmoderna que ha reemplazado el amor al prójimo y la redención del alma por el culto a la imagen y el valor subjetivo. Es un humanismo perfectible, un transhumanismo. El mercado se ha erigido como el nuevo templo, y su dogma se infiltra en todas las ideologías: izquierda, derecha, conservadurismo, liberalismo, progresismo, nacionalismo, anarquismo, ecologismo, socialismo, feminismo, y hasta en los colectivos que se creen rebeldes. Todos terminan convertidos en productos en las góndolas de un supermercado global. Como cualquier antivirus, asimila el agente extraño volviendolo sistémico. No tiene sentido oponerse al neoliberalismo con más "ofertas" ideológicas, pues incluso la Verdad, en la era de la posverdad, se ha vuelto una mercancía más, adjunta a opiniones, datos y mentiras manipulables, dominio en el que abogados y periodistas han desarrollado gran habilidad. El medio es el mensaje, y el fin carece de contexto; el contexto es el discurso, y el discurso ha sido deconstruido y reconstruido por ingenieros sociales.
En nuestros días, el “ser” son quienes crean el mensaje, vaciando de contenido a quienes lo reciben, o más precisamente, programando a quienes lo reciben, apuntando a los medios (los deseos) y no al fin ni al origen (el ser). La tarea pendiente es la economía de la comunicación la distribución informativa, reconquistar el Ser y no el mensaje o discurso. No se trata del Ente sino de la confrontación con la muerte, que solo puede darse en la vivencia y en la relación con el/lo Otro para conocer lo que realmente somos.
En esta crisis existe un complejo no resuelto entre una concepción pesimista y retrospectiva del Estado y de la propia naturaleza humana, y una visión optimista y progresiva. El caos es intrínsecamente malvado y agresivo; por eso se enaltece al Leviatán, que fue creado para dominar ese caos. Sin embargo, el caos no ha desaparecido, sino que desde el interior se ha vuelto externo.
A pesar de ello, se confía en que ese mal en el hombre puede ser vencido refundando el Estado, que transforma (ilumina) y luego también ilumina a sus “ciudadanos”, hasta penetrar su código y naturaleza. El Estado, especialmente el moderno, actúa como un programador que instala un nuevo sistema operativo en la sociedad.
Con el éxito del liberalismo, como neoliberalismo, comenzó a tomar forma la teoría de una nueva democracia o globalismo, cuya esencia es la abolición de los Estados nación (o su utilización al servicio ya no de sus ciudadanos) y, con ellos, las guerras. Al mismo tiempo, la naturaleza agresiva del hombre debe cambiar por medio de la ingeniería social, que lo transforma convierte al lobo en oveja tanto blanca como negra.
Sin embargo, el Leviatán social se vuelve ahora el problema, mientras que el viejo caos agresivo y lobo se han transmutado. Surge así el caos del comercio mundial, la mezcla de culturas y pueblos, la migración incontrolada, el multiculturalismo y la fusión de todo en un solo mundo. Este es un caos "nuevo", no agresivo, sino suave, light y consumible. En este contexto, el control no se suprime, sino que se relega a un nivel inferior, íntimo y privado. Mientras que el gobierno, incluso en la antigua democracia, era una estructura electiva, jerárquica y vertical, ahora es gobernanza, donde el poder entra en el gobernado y se fusiona con él hasta volverse indistinguible. Incluso el anarquismo conservaba al menos su sentido de guerra vital y jerarquía de valores, donde el caos se manifiesta desde la estructura gubernamental indigerible hasta el choque inevitable de la dialéctica serial.
Hoy se vota igual que se consume. El evangelio demoliberal ha penetrado tan profundamente que el ciudadano elige a su posible salvador y siente culpa si no participa. No hay censura externa, sino autocensura. No hay control desde arriba, sino autoconrol.
Así, el Leviatán vertical se disuelve en individuos atómicos dispersos y penetra en cada uno. Es un híbrido de caos (estado natural) y Leviatán (racionalidad universal). En definitiva, es la superación del Ente Público en Estado Privado en su mayor esplendor. Esta visión coincide con la de Kant sobre la sociedad civil, lo universal se vierte en los átomos, y ya no es un ejemplo externo sino el razonamiento individual del ciudadano iluminado, que frena su agresión transformándola en tolerancia (y en intolerancia hacia los “intolerantes”).
De este modo, el individuo convierte la esquizofrenia en una forma de vida. El caos ya no divide al poder y a las masas, sino al propio hombre.
Gramsci se Muda al Liberalismo. La Nueva Izquierda
Después de la segunda guerra mundial parte de la izquierda rompe filas y adopta una agenda liberal respecto a los derechos de las minorías e individuales, incluso en materia de mercado contra el capitalismo conservador. Ven en muchos movimiento nacionales del tercer mundo rezagos fascistas que solo pueden exterminarse con apertura.
Una parte de la izquierda ha roto con sus raíces anticapitalistas para abrazar una agenda liberal centrada en derechos individuales y de minorías, e incluso en ciertas libertades de mercado. Esta "nueva izquierda" ya no lucha contra la explotación burguesa o por la soberanía económica, sino por la inclusión simbólica dentro del sistema. Su batalla no es contra Wall Street, sino contra los "privilegios" de quienes se resisten a su discurso.
Esta transformación implica una ruptura profunda con los antiguos paradigmas marxistas que priorizaban la lucha de clases tradicional. La “nueva izquierda” asume un lenguaje inclusivo, enfocado en las identidades y derechos individuales, mientras abraza la lógica del mercado como motor de progreso social.
El gramscismo, otrora herramienta contra la hegemonía cultural de las clases subalternas, ha sido cooptado por esta nueva izquierda liberal. Ya no se busca la transformación del sistema, sino su adaptación a una diversidad funcional al mercado. El resultado es una izquierda que, lejos de desafiar el poder real, se convierte en su mejor aliado cultural.
Antonio Gramsci imaginó la contra hegemonía cultural como herramienta para la emancipación obrera. Sin embargo, la izquierda contemporánea ha pervertido su legado sirviendo al capital. La "nueva izquierda" abraza una agenda liberal centrada en derechos individuales, diversidad corporativa y moralismo victimista.
Esta izquierda ha internalizado el marco neoliberal que celebra marchas LGBT financiadas por bancos (como el HSBC) pero ignora que las mismas corporaciones evaden impuestos en el Sur Global. Su alianza con el poder es tan evidente que hasta el Foro de Davos festejan banderas arcoíris ondeando. Mientras celebra el matrimonio igualitario o el lenguaje inclusivo, ignora (o justifica) la explotación laboral, la desindustrialización y la dependencia financiera. Su alianza con corporaciones multinacionales es evidente, con bancos y tecnológicas que financian sus campañas a cambio de una agenda globalista que beneficia al capital transnacional.
Este giro estratégico no solo legitima la globalización y la integración financiera, sino que también desarma las críticas fundamentales al sistema capitalista. La batalla cultural se desplaza hacia la defensa de causas simbólicas e ideológicas, más que a la transformación de las estructuras económicas.
En este nuevo contexto, la izquierda liberal se convierte en el aliado natural del neoliberalismo, pues ambos coinciden en la promoción de la diversidad, la tolerancia y las minorías como valores prioritarios. Sin embargo, esta alianza produce una fragmentación social donde el sujeto colectivo, históricamente central para la izquierda, se disuelve en el sujeto fragmentado, atomizado y competitivo.
A nivel político, esta “izquierda liberal” desplaza los reclamos por una economía nacional soberana y la defensa del trabajo, para centrarse en causas de género, diversidad sexual y minorías étnicas. Estos temas, aunque importantes, terminan funcionando como pantallas que desvían la atención del despojo económico y la dependencia estructural hacia el capital global.
Así, la nueva izquierda se vuelve funcional al sistema que supuestamente critica, participando en su hegemonía. Por ejemplo, en muchos países, gobiernos autodenominados progresistas han impulsado leyes sociales avanzadas en derechos humanos y género, pero han mantenido o incluso profundizado acuerdos de deuda externa, privatizaciones y políticas extractivistas que afectan la soberanía nacional y las economías populares. Este doble discurso es la mejor ilustración de la complicidad de la nueva izquierda con el sistema neoliberal global. El caso español, donde partidos como Podemos priorizaron la "ley trans" sobre la nacionalización de sectores estratégicos.
Además del discurso de la diversidad y los derechos individuales sirve como vehículo para desplazar las grandes discusiones sobre la justicia distributiva y la recuperación de la soberanía económica, que son las cuestiones centrales para la emancipación popular real.
Términos como "empoderamiento" o "resistencia" han sido vaciados de contenido. Ya no se refieren a la lucha contra el capital, sino a "inclusión dentro del sistema". El feminismo liberal, por ejemplo, exige más CEO mujeres en Goldman Sachs, pero no cuestiona la explotación de trabajadoras en maquilas. Como señaló Nancy Fraser: "Lo que fue una crítica radical al capitalismo se convirtió en su sirvienta".
Los Conservadores y Liberales Adoptan a Gramsci y Foucault. La Nueva Derecha
Por otro lado, una parte de la contracultura rompe con la nueva izquierda y se une a los liberales conservadores en oposición a la hegemonía progresista. Esta coalición, que podríamos llamar “nueva derecha”, defiende con fervor puritano el libre comercio global y un mercado poco regulado.
Esta nueva derecha incorpora las ideas de Gramsci y Foucault, pero reinterpretadas para sostener una hegemonía neoconservadora. Por ejemplo, usa la teoría de la hegemonía para entender cómo se construye el consenso cultural, y emplea herramientas foucaultianas para controlar discursos y conductas dentro del campo social.
Aunque critican algunos excesos del progresismo cultural, mantienen intacta la estructura económica globalista y el poder de las élites financieras. Defienden un orden social donde la libertad económica es el valor central, mientras que la cultura se convierte en campo de batalla para conservar “valores familiares” o “identidades occidentales”.
Esta derecha es coherente con el paradigma neoliberal en la medida que acepta la subordinación del Estado al mercado y al capital transnacional. La resistencia que propone es más bien una resistencia cultural simbólica para no cuestionar la base económica de la hegemonía globalista
Esto se ve en la manera en que partidos conservadores, que se dicen nacionalistas, no cuestionan la dependencia económica externa ni la pérdida de soberanía monetaria, sino que enfocan su discurso en la defensa de la familia clásica, la religión o la identidad cultural, mientras apoyan acuerdos comerciales o tratados internacionales con las mismas empresas financian lobbys progresistas que profundizan el dominio del capital global.
A nivel intelectual, la adopción discursiva de Gramsci y Foucault por parte de esta derecha es una muestra de la permeabilidad del pensamiento crítico en el tablero neoliberal se usan herramientas críticas para reforzar contra la hegemonía progresista, no para desmontar el sistema hegemónico neoliberal.
Así como la izquierda ha abrazado el liberalismo, una parte de la derecha ha adoptado herramientas teóricas deconstructivas para combatir a la propaganda progresista. Esta "nueva derecha" no es tradicionalista ni nacionalista en el sentido clásico; es, más bien, una derecha posmoderna que utiliza la batalla cultural para promover un libre mercado global antiprogresista.
Esta derecha habla de "libertad" pero defiende monopolios sionistas, de "soberanía" pero apoya tratados de libre comercio, y de "valores occidentales" mientras sirve a fondos buitre y tecnológicas sin patria. Su discurso anti-progresista es solo una máscara para ocultar su sumisión al capital financiero. Han entendido que, para mantener el statu quo, deben disputar la cultura sin tocar la economía.
Foucault, crítico del biopoder, es usado por esta derecha para denunciar el "adoctrinamiento progre", pero ignoran su análisis sobre cómo el mercado también disciplina los cuerpos. Su "batalla cultural" es un simulacro que oculta su sumisión al capital transnacional. Gramsci, teórico de la contra hegemonía proletaria, es invocado para justificar una "contra-hegemonía conservadora" que, en realidad, refuerza el dominio del capital.
Mientras la izquierda se liberalizaba, la derecha mutaba en una criatura posmoderna. La "nueva derecha" —desde Trump hasta Milei— usa retórica antiestablishment pero promueve políticas que benefician a las elites bancarias:
- Trump recortó impuestos a las corporaciones mientras su gabinete estaba repleto de banqueros.
- Los libertarios argentinos exigen "ajuste fiscal" pero defienden monopolios como Monsanto.
Movimientos como la "alt-right" estadounidense o la "nueva derecha europea" (Éric Zemmour) prometen una "revolución conservadora", pero su programa es neoliberalismo con nostalgia. Critican la inmigración, pero no el libre flujo de capitales que destruye economías locales. Como dijo Alain de Benoist "son reaccionarios que creen en la mano invisible".
Dejar de Cambiar de Collar. Dejar de Ser Perros
Los únicos que han podido escapar a esta trampa y apuntado realmente a la estructura hegemónica han sido los situacionistas, que no se han puesto el collar de izquierda ni de derecha. Han entendido que la “batalla cultural” termina siendo el caballo de Troya de la hegemonía, los opuestos no buscan destruirse, sino perpetuarse mutuamente en el espectáculo. La hegemonía quiere mantenerse, reproduciéndose en su contra hegemonía, y entre opuestos no se quieren derrotar, se necesitan mutuamente para continuar el espectáculo. La lucha automática se da desde la guerrilla informativa.
Los situacionistas y la crítica de la Sociedad del Espectáculo nos recuerdan que la alienación no solo es económica, sino también cultural y simbólica en un mundo de imágenes y simulacros que ocultan la realidad y anestesian la acción transformadora. Por eso, la tarea no es cambiar de collar o tomar partido dentro del sistema, sino romper el espectáculo mismo, desactivar la máquina hegemónica y recuperar la experiencia directa, la vivencia auténtica, la relación genuina con el otro y con el mundo.
Para combatir auténticamente el sistema, hay que jaquear la comunicación, no con discursos grandilocuentes y mediáticos que retrasen la información, sino con terrorismo poético, disonancia cognitiva, reacción pura y dura que desnuda la simulación. Es por eso que los progres contraculturales que ayer se reían del sistema, son los serios conservadores hegemónicos preocupados por la corrección política de hoy. No hay forma de escapar del simulacro por lo que solo podemos desnudarlo y dejarlo en ridículo, los situacionistas lo sabían.
El populismo auténtico, como práctica histórica, ha sido la única fuerza capaz de quebrar el relato de la realidad y la imagen del discurso sin caer en doctrinas rígidas que solo intenta encasillar la época. El pueblo no es un ente monolítico, sino una dialéctica serial entre los cuerpos sociales que se desequilibran, que desequilibra el poder, una tensión constante entre demandas insatisfechas y estructuras rígidas sin manuales ni canal de noticias. Una dialéctica sin síntesis, que cuando se intenta poner fin es arrastrada por la historia. Por eso, cuando izquierda o derecha intentan hacer populismo, en realidad es un grupo hegemónico haciendo demagogia e ingeniería social, usando la “batalla cultural” para consolidar su poder.
El hombre no solo es político o económico, sino sobre todo tecnológico. Su ser surge con la cultura —el lenguaje, la industria, la ciencia— y muere con la técnica, llámese Estado o mercado.
La tecnología es lo que el hombre hace para poner la naturaleza a su favor. La posmodernidad es una etapa de transición, un infierno que debe atravesar, en la que el hombre retomará su ser o lo perderá entre aplicaciones y algoritmos transhumanos que creen un paraíso artificial negando la muerte y siendo absorbido por la nada.
No tiene sentido prohibir la tecnología (que es parte de nuestro Ser) ya lo decía McLuhan, los medios son extensiones neurológicas del hombre y el día que el hombre ponga todos sus sentidos el servicio del los medios ya no tendrá más nada que hacer. Y eso es la posmodernidad la cual no puede negarse, lo que implica un riesgo también su afirmación. Solo podemos apuntar al Arqueomodernismo, tomar las herramientas actuales al servicio de lo que Somos y de lo que Nos trasciende.
Esto implica, entonces, superar el juego de aparentar oposición entre izquierda y derecha, que no son más que máscaras intercambiables dentro del sistema neoliberal. La verdadera lucha es contra la estructura que controla las condiciones materiales, simbólicas y técnicas de nuestra existencia. El neoliberalismo triunfó porque colonizó la subjetividad a través de plataformas como Facebook o Amazon. Pero como advirtió Heidegger "La técnica no es herramienta, sino forma de existencia". La salida no es rechazar la tecnología, sino reapropiarla para la comunidad como canal de reconocimiento. Experiencias como el software libre o las monedas locales muestran caminos concretos.
La filosofía de la Ilustración Oscura o el aceleracionismo ofrecen, desde distintas perspectivas, la idea de que solo abrazando el despliegue máximo del sistema se puede provocar su quiebre y emergencia de algo distinto. Pero esta vía no está exenta de peligros ni de contradicciones, porque implica una tensión constante entre destrucción y creación, caos y orden, libertad y control.
El neoliberalismo no es solo una ideología económica, es un fenómeno metafísico que atraviesa todas las esferas de la existencia humana: cultural, política, social y subjetiva. Su poder reside en la capacidad de colonizar no solo las instituciones, sino también la imaginación, el deseo y la identidad de los individuos. El sujeto virtual o sujeto de mercado contra el sujeto auténtico (diría Heidegger) o el sujeto radical (diría Evola). Es el deseo de finalizar la historia, enajenar la sociedad y aniquilar al individuo. El liberalismo cultural nos adoctrinó en que la sociedad es contractual y el único absolutismo posible es el individual para negar que la comunidad es metapolitica y el ser es trascendente a todo ello. Retomemos a Ugarte, Jauretche, Kusch que pensaron desde fuera del lenguaje ilustrado de las enciclopedias escritas en las capitales de la opinión.
Frente a esta hegemonía, las respuestas fragmentadas de izquierda y derecha solo han fortalecido su dominio, pues ambos polos han incorporado sus lógicas y herramientas modernas, contribuyendo a la reproducción fractal del sistema que se autoreplica a si mismo entre sus opositores. Solo una conciencia crítica que reconozca esta complejidad y que apueste a la reconquista del Ser, a la construcción de comunidades auténticamente soberanas y a la superación de la falsa dicotomía política de debate mediático, podrá abrir camino hacia una alternativa genuina.
La batalla cultural es solo un frente más dentro de esta guerra profunda por el alma del hombre y de los pueblos que no trata de ganar discursos, sino de recuperar la experiencia vivida, la memoria colectiva y la potencia real para transformar el mundo.
La tarea es inmensa, pero también urgente. El futuro que construyamos dependerá de nuestra capacidad para trascender los moldes impuestos y redescubrir lo que significa ser verdaderamente humanos en un mundo fragmentado y atomizado en imágenes.
Hasta que la izquierda no abandone el tema del genero y vuelva a la lucha material, hasta que la derecha no deje de fetichizar el mercado y reconozca que sin soberanía no hay valores familiares, hasta que el populismo radical no articule un proyecto que una justicia distributiva con independencia tecnológica, será el neoliberlismo el que escriba el guión y el dueño del tablero.
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