Los márgenes del pensamiento contemporáneo ha desarrollado, con el tiempo, una crítica profunda que no encaja en los moldes tradicionales de la izquierda ni de la derecha. Es una postura transversal, compartida tanto por anarquistas postizquierdistas como postderechistas, la convicción de que tanto el Estado como el mercado, lejos de ser opuestos, operan como mecanismos convergentes de domesticación, captura y reprogramación del individuo. Esta visión los distancia radicalmente de los liberal-libertarios y anarcocapitalistas, quienes, pese a su rechazo del Estado, mantienen una fe dogmática en el mercado como forma suprema de libertad.
Postizquierdistas y postderechistas formulan una crítica ontológica, no meramente estructural. Hakim Bey afirma: "El Estado es el mapa, el mercado es el reloj; ambos intentan reemplazar el territorio y el tiempo real por una abstracción operativa". Para él, lo real es inefable y fluido; no puede ni debe ser regimentado por contratos sociales ni comerciales. Estado y mercado, bajo las lógicas de ley y necesidad, son dos caras del mismo dispositivo, la programación del deseo y la mediación de la experiencia.
Desde otro lado, Ernst Jünger también rechaza la totalidad sistémica. En obras como "El trabajador" o "La emboscadura", plantea la figura del “anarca” no como el revolucionario que sustituye un orden por otro, sino como quien se sustrae, habita las grietas sin someterse. El anarca jüngeriano, como el insurrecto de Bey, no quiere gobernar ni ser gobernado. “No es un monje, pero lleva un claustro dentro”. Ambos buscan una libertad interior irreductible a un contrato o ley.
El anarca no es individualista ni colectivista, es algo más que ambos, cree que el individuo es un medio del Ser que se transmite y a eso llama Tradición. A diferencia del individualista que como liberal su espacio se limita a si mismo el anarca como el monarca se extiende hacia otros. No le molesta alinearse ni conformar trinchera con quienes son afines al servicio de una causa o en contra de esta, todo ello sigilosamente como un espía.
No pretende hacer un manual ideológico a seguir porque considera que lo único seguro es el caos pero no porque no crea en el Orden o en la autoridad no desprecia a la jerarquía, porque la necesita. Del mismo modo, no es un no-creyente, sino alguien que exige algo en lo que valga la pena creer. Tampoco es antiautoritario. Todo lo contrario necesita a la autoridad, aunque no crea en ella. Sus facultades críticas se agudizan por la falta de credibilidad en lo que pide. Como un historiador, sabe de que habla. El Anarca es para el anarquista, lo que el monarca es para el monárquico.
Para él, el Ego/yo es tanto un filtro entre lo propio y lo ajeno como un puente que extiende lo propio en el mundo. El ego es la puerta de input/output de la informacion. Es por ello que no cree que la base de la sociedad sea el contrato como cree el individualista, para él más bien es un terreno de batalla. No necesita marcar límites artificiales. Su Yo no se limita a su individuo, se extiende hacia los que considera "propios", así como también se retira de quienes ya considera "ajenos". Un campo de batalla que es el principio de amistad/enemistad que da origen a toda comunidad y que no tiene nada que ver con el principio hobbesiano de "enemigo/enemigo" que lleva a reconocer a los peores tiranos como "autoridad".
A diferencia de los anarcocapitalistas, que ven en el libre mercado la solución al Estado, estas corrientes rechazan ambos. Para ellos, el mercado en su forma capitalista moderna es también una arquitectura de dominación, una red que reduce los cuerpos y las voluntades a la lógica de productividad y rentabilidad. La libertad económica es otra forma de esclavitud cuando se mide en necesidad, escasez, usura o chantaje salarial. Stirner lo expresa: "No hay libertad más que para el egoísta que se ha hecho a sí mismo el centro del mundo que no reconoce ninguna autoridad externa, ni moral, ni política, ni económica".
Así, postizquierdistas y postderechistas superan las categorías heredadas. Los primeros, influenciados por el situacionismo, el primitivismo y el autonomismo, critican no solo lo político-económico, sino el entramado técnico y simbólico de la modernidad. Los segundos, desde una sensibilidad cercana al romanticismo o al conservadurismo revolucionario, denuncian la desespiritualización del mundo, la masificación de la vida, la disolución de lo sagrado y la artificialización de lo humano.
Ambos rechazan toda estructura que pretenda organizar la vida desde fuera. Gustav Landauer lo decía: “El Estado no se destruye, se abandona”. Nicolás Gómez Dávila complementa: “El Estado moderno es la prostitución del alma colectiva; el mercado, de la individual”. Esta crítica también se manifiesta en prácticas comunas libertarias del siglo XIX hasta las Zonas Autónomas Temporales de Bey, pasando por las comunidades neo-rurales mutualistas y distrubutistas, los colectivos de permacultura, las redes de intercambio alternativo y las monedas sociales.Todas parten de la intuición de que el mundo no se transforma conquistando el poder, sino desobedeciendo, dejando de reproducir y creando lo otro en los márgenes.
En esta línea, también la crítica fenomenológica y existencialista aporta herramientas para comprender cómo estas estructuras nos alienan. Heidegger advierte en "Ser y Tiempo" cómo el Dasein cae en inautenticidad cuando vive según el “uno”. El mercado y el Estado son formas institucionales de ese “uno”. El sujeto se vuelve función, número, estadística o recurso. Debord añade: “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social mediada por imágenes”. Estado moderno y la economía de mercado son tecnologías del espectáculo.
La psicología profunda revela una esquizofrenia estructural que el mercado exalta el yo competitivo; el Estado impone obediencia y rol. En ambos, el ser real se escinde en personaje funcional. Se deja de vivir, se representa. Por eso, la autonomía no es independencia política o económica, sino un acto ontológico: recuperar el eje, reintegrarse consigo y con el entorno. Se trata de vínculos reales, algo más que mediados por contratos o normativas. Implica formas de vida no mediatizadas por demandas productivistas o imaginarios publicitarios. Implica la creación de vínculos reales, de comunidades orgánicas, de redes de afecto y reciprocidad. Los mutualistas se adelantaron casi dos siglos a esto.
Esta autonomía no puede ser concedida por ninguna estructura ni garantizada por ninguna institución. Solo puede ser afirmada en acto, como decía Thoreau: "No puede haber un gobierno libre o una institución libre mientras el hombre no sea libre por dentro". La libertad no es una estructura, es una práctica, es el resultado de una ética y una virtud. Y esta práctica comienza en la negativa, negarse a seguir participando del juego que nos somete, dejar de ser piezas de ajedrez, y en la positiva al afirmar la relación con otros.
Es por eso que convergen en la negación a toda esperanza en el sistema. Ya no se trata de reformar ni de conquistar, sino de escapar, de sustraerse, de desaparecer simbólicamente. Entre la estructura de la transparencia, la vigilancia y la codificación digital de la vida, la clandestinidad se vuelve una forma de resistencia.
Las propuestas prácticas de esta visión pasan por reapropiarse del tiempo y del espacio. Reaprender oficios, reconstruir comunidades, inventar formas de intercambio sin usura ni contratos, redescubrir el cuerpo, el ser, el silencio, el ritual. Se trata de reencantar el mundo frente a la lógica desecante de la eficiencia y el control. El lugar de la política ya no está en las instituciones artificiales, sino en los gestos cotidianos, en los espacios íntimos, en las relaciones no mediadas. Esta forma de pensar y vivir supone también una crítica a la aceleración técnica y a la dependencia creciente de las infraestructuras globales. El anarca, como el postizquierdista, sabe que la tecnosfera es también una forma de dominación. Que cada capa de mediación técnica debilita la autonomía real. Por eso se vuelve a la tierra, al cuerpo, a lo manual, a lo artesanal. No por nostalgia, sino por estrategia.
Por todo esto, se puede afirmar que ni el anarcocapitalismo ni el liberalismo radical son realmente anárquicos. Siguen confiando en una estructura —el mercado— como organizador de la vida. Siguen reproduciendo las mismas categorías en propiedad privada, contrato, eficiencia, acumulación. Siguen concibiendo la libertad como un producto del cálculo racional y no como un estado ontológico. Por eso, son marginales sistémicos.
En cambio, el pensamiento postizquierdista y postderechista que aquí se esboza propone una ruptura más profunda. No se trata de elegir entre Estado y mercado, sino de rechazarlos a ambos como formas de organización ajena que mutilan la potencia del ser. No se trata de fundar nuevas estructuras, sino de abandonar las existentes. No hay que tomar el poder, sino desactivar su lógica desde dentro, como un virus que corrompe el sistema desde su interior. Esta posición puede parecer nihilista, pero en realidad es profundamente afirmativa. Afirmativa de la vida, de lo irreductible, de lo incalculable. Afirmativa del deseo no domesticado, del tiempo no cronometrado, del vínculo no contractual. Afirmativa de lo que no puede ser dicho en términos de utilidad o rendimiento. Afirmativa de lo que escapa.
La diferencia con el liberalismo libertario es la dimensión espiritual de la crítica. La libertad del libertario viene del "sujeto" de Kant, si la voluntad es libre es "buena". Sin embargo no solo dos voluntades "libres" no son iguales, por ejemplo quien va a estafar a otro con quién va a compartir con otro, quien va a traicionar a sus amigos con quién va a dar su vida por ellos; sino que no todo es "bueno" porque básicamente la voluntad está enajenada y condicionada en muchos casos por ende no es del todo libre.
Es de ese cruce entre las ruinas del liberalismo económico y el colapso de los socialismos estatistas que surge una sensibilidad distinta, más subterránea, a veces inasible, pero con un núcleo ardiente que comparte una misma sospecha, tanto el Estado moderno como la economía de mercado no son caminos hacia la libertad y la propiedad sino estructuras que sofocan la autenticidad poniéndole un codigo a la libertad. En este espacio intersticial florece esa suerte de anarquismo que ni la derecha ni la izquierda clásicas pueden absorber sin sufrir una mutación interna. Este nuevo anarquismo —postmoderno, existencial y a veces estético— se manifiesta tanto en postizquierda como en postderecha, siendo dos hemisferios de un mismo fenómeno: la ruptura total con el orden civilizatorio moderno, el rechazo no sólo de sus instituciones sino de sus formas de percepción, de sus ritmos, de sus discursos. Lo que une a estas dos corrientes no es una coincidencia en el programa sino una afinidad en la crítica que ambas perciben que la libertad no puede crecer sobre las cenizas de un campo de concentración comercial o burocrático.
El liberal-libertario aún cree en la neutralidad de la competencia y en el individuo como una entidad ya dada, lista para maximizar su interés. Pero el postanarquismo no cree en esa mitología. Hakim Bey, Bob Black o la influencia de Stirner, desconfía del lenguaje mismo con que se articula la libertad en la modernidad con ley, contrato, comercio. Ernst Jünger, Julius Evola o Nicolás Gómez Dávila, no confía en el individuo moderno como sujeto liberado, sino como resultado de un proceso de devastación espiritual. Se rechaza que la libertad pueda reducirse a la ausencia de coerción externa, entienden que la libertad es una forma de presencia, de intensidad, una cualidad del ser que se pierde tanto en la masa como en el cálculo utilitario.
No es casual que el anarquismo postizquierda se haya nutrido de la literatura, del arte, de la insurrección festiva, del juego como ruptura de la cronología sistémica. Para Hakim Bey, la libertad se experimenta en la creación efímera de Zonas Autónomas Temporales (TAZ), en momentos de intensidad no codificables por la ley ni el mercado. Para Jünger, la figura del anarca es aquel que vive dentro del mundo sin pertenecer a él, que no obedece ni se rebela, sino que guarda su soberanía interior como un fuego secreto, imperecedero. Ambos son incompatibles con el modelo de libertad defendido por los anarcocapitalistas, donde el mercado es una especie de deidad reguladora y la propiedad privada un axioma inmutable.
El liberal-libertario no ha escapado del Leviatán, sólo ha cambiado su forma. En lugar del Estado planificador, ahora rinde culto al mercado "autorregulado" a través de los sacerdotes de la planificación privada, pero en ambos casos se trata de estructuras totalizadoras que modelan los deseos, los gestos y los ritmos de la vida. Bob Black lo expresa con brutal claridad: “El trabajo es el fundamento del Estado moderno. Abolir el trabajo es abolir el Estado”. Desde esta perspectiva, la sociedad capitalista, a través del salario y la deuda, no es una tierra de oportunidades sino una maquinaria de domesticación. El mercado impone su propia disciplina: la eficiencia, la competitividad, la productividad. El esclavo elige "libremente" sus cadenas. Esas palabras, que suenan neutras para un liberal, son vistas por el postanarquista como los grilletes de una subjetividad moldeada por la escasez artificial, aplicando la competencia como conductismo psicológico.
Por su parte, desde la sensibilidad anarka postderecha, la crítica al anarcocapitalismo es también una crítica a su antropología implícita. El individuo como homo oeconomicus, maximizador de utilidad, es una caricatura grotesca del ser humano. Para Jünger, ese individuo no es libre sino vacío, atrapado en una red de funciones. La libertad no es elegir entre productos sino sostenerse en el ser cuando todo se derrumba. En “El Trabajador” y luego en “Eumeswil”, Jünger propone figuras que viven más allá de la dicotomía Estado/mercado, desde el ejercicio silencioso de una soberanía interior. En palabras del anarca: “Estoy bajo el mando, pero no pertenezco al mando”. Esta frase encierra una tensión fundamental que los anarcocapitalistas no comprenden, la libertad no es simplemente una cuestión de propiedad privada o no agresión, sino de estar o no estar interiormente capturado.
Para el liberal, el mercado es espontáneo, pero en realidad es una espontaneidad condicionada por un marco de valores monetarios y de normas de intercambio. Para el socialista, el Estado puede planificar la sociedad, pero lo hace desde una racionalidad que cancela la diferencia, la espontaneidad, la creatividad sin finalidad. Frente a eso, el postanarquismo se interesa por formas de existencia que escapen a la totalidad en la comuna natural, el gesto solitario, la insurrección espontánea, el desapego radical.
Si se quiere comprender el tipo de libertad que el post-anarquismo busca, hay que dejar atrás la metafísica del contrato social y económico. No se trata de una libertad como posibilidad/rentabilidad de hacer, sino como potencia de ser. Esa diferencia es esencial. El liberal cree que es libre porque puede elegir entre tres marcas de cereales; el anarca se pregunta por qué su deseo ha sido reducido a eso. La libertad no es un menú, es una ruptura del menú. Como decía Gustav Landauer: “El Estado no es algo que se destruye por la revolución, sino algo que se abandona, que se deja de reproducir”. Lo mismo puede decirse del mercado, hay que dejar de desear bajo sus coordenadas, dejar de medir el valor por su precio, dejar de vivir en función de la utilidad. Después de todo ni mercado ni estado tienen una existencia auténtica, lo que existe concretamente son quienes lo integran y participan de estos.
Lo que le reprochan al liberal-libertario y al socialista es su fe en la organización artificial. Ya sea por medio de contratos entre individuos o de planificaciones desde el centro, ambas visiones creen que el problema es de gestión, de eficiencia, de equidad. Pero la verdadera libertad no puede organizarse. La libertad no es un sistema, es una atmósfera. Y las atmósferas no se diseñan, se respiran, se provocan. La TAZ de Hakim Bey es un ejemplo de esa atmósfera de un espacio que aparece, irrumpe y luego desaparece, dejando tras de sí una memoria del ser. La figura del anarca de Jünger es también eso: una atmósfera interior de no-cooperación con el mundo sin necesidad de destruirlo.
Este rechazo común a la instrumentalización de la vida lleva a ambos a explorar zonas poco frecuentadas por la política moderna: el ritual, la magia, la contemplación, la retirada. No porque sean irracionales, sino porque son formas de desactivar la racionalidad instrumental. Como diría Simone Weil, otra alma afín: “La atención es la forma más rara y pura de generosidad”. Y esa atención, ese recogimiento del alma, es incompatible tanto con la hiperactividad del mercado como con la vigilancia del Estado.
Por eso, estos anarquismos no buscan conquistar el poder, ni siquiera el poder de autogestionarse. Rechazan la forma misma del poder. No les interesa la gobernanza sino la convivencia. No quieren administrar recursos sino compartir momentos. Su horizonte no es una utopía futura sino una intensificación del presente. Su lucha no es por un mundo nuevo sino por formas de habitar este mundo como si fuera nuevo.
Esta sensibilidad también recupera una dimensión trágica, sabe que no hay salida perfecta, que toda estructura tiende a endurecerse, que incluso la más bella comuna puede convertirse en dogma. Por eso, su preferencia por lo efímero, lo secreto, lo fugitivo. El anarca y el insurrecto festivo saben que la libertad es frágil, y por eso no la codifican, no la institucionalizan, no la venden. La protegen con el secreto y con el humor. Como en la vieja sabiduría taoísta, no hacen alarde de su poder, porque su poder es precisamente no depender de nada.
En suma, el postanarquismo es enemigo de la modernidad. No creen en el progreso, ni en la razón administrativa, ni en la oferta y demanda como red de oportunidades. Ven en cada forma una trampa, en cada norma una amputación, en cada programa una nueva servidumbre. Por eso su cercanía, a pesar de venir de posiciones distintas. Ambos practican una especie de mística de la insubordinación, una espiritualidad sin templo, una política sin partido, una economía del don.
Quienes intentan leerlos desde las coordenadas del liberalismo o del socialismo no los comprenden. Como diría Albert Libertad: “El anarquista no espera, actúa. No predica la revolución, vive como si ya hubiera ocurrido”. Esa es su revolución, vivir ahora como si el mundo fuera libre. Esa actitud postmoderna, imposible de codificar, es la esencia del alma anárquica.
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