Destrucción y Deconstrucción (segunda parte)

 En la historia reciente del pensamiento, pocas palabras han ganado tanta fama como “deconstrucción”. Convertida casi en una bandera intelectual, esta noción se ha deslizado con soltura desde las aulas universitarias hasta los suplementos culturales, y desde allí incluso a los discursos políticos, al marketing y a las redes sociales. Sin embargo, como suele ocurrir con todo concepto que se vuelve moda, su sentido original se vuelve cada vez más borroso. “Deconstruir” puede hoy significar desmontar un estereotipo, cuestionar una tradición, revisar una costumbre, incluso cambiar una receta de cocina. Pero el término, claro, tiene un origen mucho más específico: surge de la pluma de Jacques Derrida, filósofo francés que en los años sesenta reformuló radicalmente cómo entendemos la relación entre lenguaje, pensamiento y realidad. Lo que suele olvidarse es que la idea misma de deconstrucción no nació de la nada: su raíz, al menos en parte, está en la destrucción que propuso Martin Heidegger varias décadas antes. Y lo que es más interesante todavía es que, si uno mira con atención, esa filiación también marca una ruptura. Cómo ya publicamos en un artículo anterior la deconstrucción toma algo de la destrucción, pero al hacerlo, también la traiciona. Y es en ese desvío, en esa distancia, donde se abre la posibilidad de una crítica.

Para Heidegger, uno de los grandes problemas de la filosofía occidental es que, desde sus inicios, olvidó la pregunta más fundamental: ¿qué es el ser? No el ser como algo dado o fijo, sino el ser como aquello que hace posible que algo sea, que aparezca, que se manifieste. Desde Platón en adelante, la filosofía se obsesionó con los entes —las cosas, las ideas, las sustancias— y dejó de lado el ser como tal. Por eso, cuando en los años veinte Heidegger habla de destruir la tradición, no se refiere a dinamitarla sin más, sino a desarmarla críticamente, a desmontar las capas que han encubierto esa pregunta originaria. La destrucción, en su caso, no es un gesto nihilista sino arqueológico: se trata de ir hacia atrás, de desenterrar los sentidos primordiales, de reabrir un campo de experiencia que ha sido cerrado por siglos de conceptualización metafísica. En ese trabajo, Heidegger no busca negar la tradición, sino releerla desde otro ángulo, liberar sus posibilidades latentes, permitir que resuene algo que había quedado enterrado.

Derrida retoma ese gesto, pero lo desplaza. Donde Heidegger quiere recuperar una pregunta ontológica, Derrida muestra que toda pregunta está ya mediada por el lenguaje, y que el lenguaje no es un instrumento neutro que refleja la realidad, sino un entramado de diferencias, oposiciones y juegos de sentido que nunca se estabilizan. Por eso, deconstruir no es ir hacia atrás para encontrar un origen auténtico, sino más bien mostrar que todo origen está ya contaminado, que todo texto —y con “texto” Derrida se refiere no sólo a lo escrito, sino a cualquier configuración significativa— se sostiene en una diferencia que lo desestabiliza. El núcleo de esta operación es la idea de que los conceptos filosóficos funcionan en pares jerárquicos: presencia/ausencia, habla/escritura, razón/locura, naturaleza/cultura. La deconstrucción, entonces, busca invertir o disolver esas oposiciones, mostrar cómo lo que parecía secundario o derivado es en realidad lo que hace posible la estructura misma.

Ahora bien, ¿qué sucede si miramos esta estrategia desde el horizonte de Heidegger? Lo primero que salta a la vista es que Derrida radicaliza algo que en Heidegger estaba todavía anclado a la pregunta por el ser. En la destrucción, hay una intención de reencontrar un sentido, de recuperar un campo de experiencia previo a las categorías de la metafísica. Hay una arqueología del sentido, por así decirlo, que confía en que detrás de la distorsión conceptual puede haber una forma más originaria de apertura. En cambio, en la deconstrucción no hay nostalgia de origen ni voluntad de recuperación. Todo es desplazamiento, todo es diferimiento, todo es juego de signos. En ese sentido, lo que para Heidegger era un camino hacia un sentido más auténtico, para Derrida es la muestra de que ningún sentido es definitivo, que todo significado se apoya en una ausencia y que esa ausencia no se puede colmar.

El punto de inflexión, entonces, está en cómo cada uno entiende el lenguaje. Para Heidegger, el lenguaje no es simplemente un sistema de signos, sino la casa del ser. A través del lenguaje, el ser se dice, se muestra, se oculta. El habla poética, por ejemplo, no es sólo un juego formal, sino una forma privilegiada en que el ser se abre al ser humano. Derrida, en cambio, insiste en que el lenguaje nunca puede decir del todo lo que pretende decir. Su concepto de “différance” —una mezcla de “diferencia” y “diferimiento”— muestra que todo signo remite a otro signo, que nunca llegamos a un término último, a un significado pleno. Desde esta perspectiva, incluso la palabra “ser” es sólo una huella más en una cadena sin principio ni fin. Esta diferencia es clave: mientras Heidegger cree que, a través del desmonte de la metafísica, puede abrirse una nueva forma de pensar el ser, Derrida desconfía de cualquier apertura originaria. Para él, todo comienzo es ya una construcción, toda verdad es ya una ficción estabilizada, toda identidad es ya una diferencia encubierta.

Hay también una diferencia en el tono y en la intención. Heidegger, por muy crítico que sea, no abandona una cierta aspiración a una verdad más honda, a una transformación del pensamiento. Su estilo a veces enigmático o poético responde a esa voluntad de pensar lo impensado, de dar lugar a lo que el lenguaje técnico ha cerrado. Derrida, en cambio, juega con el lenguaje, lo subvierte, lo empuja a sus límites. En lugar de buscar un nuevo fundamento, muestra cómo todo fundamento se resquebraja. En lugar de apostar por una nueva filosofía, muestra cómo toda filosofía se socava a sí misma. Y sin embargo, esa diferencia no implica que uno sea más radical que el otro. De hecho, desde una mirada heideggeriana, podría decirse que la deconstrucción, al quedarse en el plano del lenguaje, pierde el contacto con lo que está más allá del discurso, con el acontecimiento del ser, con la experiencia existencial del ser humano como Dasein, como ser-en-el-mundo.

Es aquí donde aparece una crítica de fondo. Porque si todo se reduce a texto, si todo es significante sin referente último, ¿qué queda del ser? ¿Qué queda de la existencia? ¿Qué queda del silencio, de la muerte, de la angustia? ¿Puede la deconstrucción dar cuenta de esas experiencias límite que no se agotan en el lenguaje? ¿O queda atrapada en un juego interminable que, en su afán de subversión, termina por vaciar de sentido incluso aquello que pretendía liberar? Heidegger, con todos sus problemas, al menos intenta pensar desde un lugar donde la palabra no sea todo, donde haya todavía un resto de experiencia no domesticada por el lenguaje. Su crítica a la técnica, por ejemplo, parte de esa inquietud: el mundo moderno ha convertido todo en objeto, todo en recurso, todo en cálculo. La destrucción de la metafísica es también una respuesta a ese vaciamiento. En cambio, la deconstrucción, al hacer del lenguaje el único campo de batalla, corre el riesgo de dejar intacto el fondo técnico de nuestra época. Porque el poder no está sólo en el discurso, sino también en las estructuras materiales, en las instituciones, en los dispositivos que moldean nuestra vida cotidiana. Así es como muchos tecnócratas utilizan el discurso rebelde vacío para atomizar a las masas.

No se trata aquí de idealizar a Heidegger, pero aun así, su forma de pensar conserva una fuerza que va más allá de la crítica textual. Nos obliga a confrontarnos con lo que no puede decirse fácilmente, con lo que nos sobrepasa, con lo que exige una transformación no sólo conceptual sino existencial. La deconstrucción, en su elegancia corrosiva, puede hacernos más lúcidos, más críticos, más sensibles a las trampas del lenguaje. Pero tal vez no alcance, siendo apenas una vaciado. Tal vez necesitemos también una palabra que no sea sólo juego, sino también escucha. Una palabra que no se limite a desarmar lo que ya no funciona, sino que se atreva a abrir un espacio para algo nuevo, algo más allá del texto, algo que aún no tiene nombre pero que siempre está.


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