En un artículo anterior ya tocamos el tema del Ego desde distintos puntos de su filosofía.
Max Stirner, formula una de las críticas más radicales a toda forma de universalismo moral, metafísico o racionalista. Para él, el Ego no es una substancia esencial, ni un principio moral o metafísico, sino una existencia concreta, cambiante, contingente, singular. El ego stirneriano no responde a una función en la historia, ni a una vocación ética, ni a una naturaleza racional. Su identidad es tan fluida como su voluntad; no hay esencia que lo limite ni razón que lo gobierne. Stirner desmonta la ilusión del sujeto moderno que ha heredado del idealismo alemán, y al hacerlo, pulveriza toda justificación trascendental del individuo. El Ego, para Stirner, es el único punto de partida válido, no porque tenga un contenido moral, sino porque es el centro desde el cual cada uno puede apropiarse del mundo, crear sentido, destruir fantasmas. Ya en una primer parte tratamos el tema.
A esos fantasmas –la Humanidad, la Moral, la Verdad, el Estado, el Deber, Dios– Stirner los llama “espíritus” o “miedos”. Son construcciones mentales que, aunque inmateriales, ejercen sobre el individuo una tiranía más feroz que la del látigo. En nombre de estas abstracciones, los hombres se sacrifican, se encadenan, se mutilan, y creen estar actuando por voluntad propia cuando en realidad han sido poseídos por estructuras que les dictan cómo vivir, qué amar, qué odiar. El ego stirneriano se emancipa cuando reconoce que no debe nada a ningún ideal. No debe amar a la patria, ni ser fiel a una causa, ni rendirse ante el juicio de la razón. Puede hacer todas esas cosas, pero sólo si le sirven, si las desea, si las toma como su propiedad. La apropiación –y no la obediencia– es el único criterio de Stirner. Aquello que el ego se apropia se vuelve suyo, no por derecho natural o reconocimiento social, sino por su pura voluntad. El mundo no es para contemplar ni para obedecer, es para devorar.
En este sentido, Stirner anticipa –y de algún modo desborda– las críticas posteriores a la racionalidad moderna. En él no hay confianza en el progreso, ni nostalgia por el orden. Su propuesta no es sustituir un ideal por otro, sino dinamitar todos. La unión entre individuos sólo puede tener lugar cuando cada uno actúa desde su singularidad, sin deberes, sin contratos morales, sin fidelidades eternas. Estas uniones, llamadas por él “uniones de egoístas”, son contingentes, funcionales, abiertas: se forman y se disuelven según la voluntad de quienes participan. No hay comunidad ética en Stirner, porque no hay ley que obligue a mantenerse en ella. Lo único que une a los individuos es la utilidad mutua o el deseo. Esta visión anarquista, o incluso nihilista, se aparta de cualquier intento de construir una ética del bien común.
Si miramos a Johann Gottlieb Fichte, el panorama cambia radicalmente. Fichte también parte del Ego, pero lo convierte en la base de una moralidad universal. El Yo absoluto es la primera certeza, el sujeto que se autopone. Pero a diferencia de Stirner, este Yo no es egoísta ni contingente, sino normativo, necesario, orientado hacia la razón y la moral. El Ego fichtiano no se afirma contra el mundo, sino que lo construye éticamente. El deber, para Fichte, es lo que define al sujeto, el Yo se reconoce en cuanto cumple con una ley moral que le exige salir de sí para encontrarse con otros. La libertad, lejos de ser una autonomía radical como en Stirner, es para Fichte el cumplimiento del deber racional. Ser libre es obedecer la ley que uno mismo, como razón, se ha dado.
Fichte concibe al individuo como parte de una totalidad moral: la Nación, el Estado ético, la comunidad racional. El sujeto no se basta a sí mismo; su realización pasa por integrarse en un sistema de deberes, derechos, fines colectivos. Así, el Ego fichtiano no se disuelve en la masa, pero tampoco se aísla en su individualidad absoluta. La relación con los otros es esencial, es aitoconciente en los otros sin comunidad, sin educación, sin lenguaje, el sujeto no puede volverse ético. En esto, Fichte representa la forma más coherente del idealismo moral alemán, el individuo es libre sólo cuando actúa conforme a la razón, y la razón sólo puede realizarse en comunidad.
En contraste, Ayn Rand propone en el siglo XX una exaltación del individuo basada en la razón objetiva, la moral racional, la defensa del capitalismo y el egoísmo ético. En su obra así como en sus ensayos filosóficos, Rand presenta al hombre ideal como el que vive para sí mismo, que rechaza el sacrificio, que se guía por su razón, que no pide permiso para existir. La libertad, para ella, no es una anarquía subjetiva sino una conquista racional. Hay valores objetivos, principios morales verdaderos, y el deber del individuo es descubrirlos y vivir según ellos. La razón es el medio de supervivencia del hombre, y actuar irracionalmente es traicionar la propia vida. El ego randiano es soberano, pero esa soberanía está encuadrada por una ética del rendimiento, la coherencia, la producción. No puede actuar según deseos arbitrarios, como en Stirner, sino que debe ser coherente con su naturaleza racional.
Aquí se revela una diferencia esencial, el ego stirneriano no necesita justificación; se afirma y punto. El randiano, en cambio, necesita actuar conforme a una naturaleza racional que le impone fines crear, producir, no vivir de los demás, no dañar injustamente, contribuir al orden natural del mercado. Aunque Rand rechace la religión, su ética es casi religiosa en la veneración de la razón. El individuo no es libre de hacer lo que quiera, sino lo que es racional. Y esa racionalidad tiene reglas estrictas: el mercado libre, los derechos individuales, la no agresión, la meritocracia, el respeto a la propiedad privada. Rand no sólo propone una ética, sino una teología secular, el individuo como dios racional que crea riqueza, ordena el mundo, rechaza el sacrificio y se consagra al éxito.
Por eso se ha dicho, con justicia, que el ego en Rand termina siendo una marioneta de una religión racionalista. Aunque rechaza a Dios, crea una estructura teológica donde la razón ocupa el lugar del dogma. El individuo randiano es libre, pero sólo dentro de un esquema rígido. Si decide vivir irracionalmente, si se entrega a la emoción, al capricho, al sinsentido, deja de ser moral, se vuelve un demonio. En Rand, la ética se convierte en un tribunal permanente que evalúa cada acto del ego. El personaje ideal de su literatura –Howard Roark, John Galt– no son hombres libres en el sentido stirneriano, sino héroes morales que actúan conforme a una racionalidad inquebrantable. Son casi sacerdotes de una religión sin Dios, misioneros de la lógica.
Fichte, por su parte, no pretende liberar al individuo de toda autoridad, sino hacerle ver que su libertad es siempre racional y comunitaria. El deber no se le impone desde fuera, sino que brota del mismo sujeto. Pero, aun así, el individuo fichteano tiene un destino moral. El Ego, como principio, es la fuente de toda obligación. Su libertad no es hacer lo que quiera, sino cumplir su vocación racional. Hay en Fichte un cierto misticismo del deber, el sujeto se engrandece al subordinarse a la ley moral, y esa ley es universal, no contingente. En esto, Fichte y Rand coinciden más de lo que parece, ambos creen en principios morales objetivos, en una racionalidad que organiza el mundo, en un individuo que sólo es tal si cumple con su misión racional. La diferencia es que para Fichte, la comunidad es esencial; para Rand, es un producto del mercado y la ley.
Stirner dinamita ambas posiciones. Para él, no hay deber, ni moral, ni destino. El individuo es lo que hace, y lo que desea. Puede actuar racional o irracionalmente, puede asociarse o aislarse, puede destruir lo que ama y amar lo que desprecia. El único criterio es su voluntad. Esa voluntad no necesita legitimarse ante un tribunal moral. Puede ser contradictoria, cambiante, caótica. El ego no tiene una misión. No tiene una naturaleza. No tiene una razón de ser. Simplemente es. Y si actúa, lo hace por placer, por poder, por capricho.
Este concepto del Ego como potencia creadora, libre de toda norma, es profundamente subversivo. Mientras Fichte y Rand forman sistemas, Stirner los disuelve. Su Ego no puede ser parte de una estructura moral ni económica. No puede ser ciudadano modelo ni empresario exitoso. Es, ante todo, una amenaza al orden. Por eso su pensamiento es tan incómodo, porque no ofrece consuelo, ni recetas, ni caminos. Solo ofrece el vacío donde cada uno puede inventarse desde cero.
El egoísmo, lejos de ser una mera desviación ética o un rasgo indeseable del carácter, ha sido históricamente uno de los motores más profundos de la acción humana. Se presenta de múltiples formas desde el individuo que defiende su deseo hasta la colectividad que afirma su identidad frente a otras. Esta doble expresión –la individual y la colectiva– muestra que el egoísmo no es una patología, sino una pulsión ontológica, una necesidad existencial de afirmación en un mundo que no garantiza ningún sentido por sí mismo. No hay que ver en el egoísmo un defecto moral, sino una forma primitiva y esencial de resistencia al anonimato del Ser. El problema no está en su existencia, sino en cómo se articula si como expresión viva del individuo, o como máscara colectiva que lo devora.
La forma individual del egoísmo, cuando no se somete a ningún ideal ajeno, es la más sincera. El que actúa por deseo propio, sin excusarse ante la ley, rompe con las lógicas de la culpa, del deber y de la obediencia. Se vuelve autor de su sentido. No necesita justificar su existencia más que por sí misma. Su libertad no consiste en elegir entre alternativas dadas, sino en crear las condiciones de posibilidad de su propio querer. Esta forma de egoísmo no busca aprobación ni acuerdo. Se basta a sí misma. No se disfraza de virtud ni de utilidad. Se expresa como apropiación, como deseo que se vuelve realidad a través de la acción.
Pero esta forma radical de egoísmo no es fácilmente tolerada. Por eso, la historia ha creado sucedáneos. Uno de los más peligrosos es el egoísmo colectivo. En nombre del pueblo, de la nación, de la fe o de la clase, el yo se disuelve en un “nosotros” que exige lealtad, sacrificio y renuncia. Y sin embargo, lo que ocurre es precisamente lo contrario el egoísmo no desaparece, se multiplica y se esconde. La comunidad se vuelve el nuevo sujeto del interés, la nueva forma de imposición. Cada individuo es llamado a sacrificarse, no por otro ser humano concreto, sino por un ser que toma su lugar. Este “nosotros” se presenta como un absoluto: exige adhesión total, fidelidad incuestionable. Pero en su interior, lo que se oculta es un nuevo rostro del egoísmo, más agresivo, más ciego, más peligroso. Ya no es un yo que desea; es un colectivo que exige. Y en esa exigencia, el individuo desaparece, incluso cuando cree actuar por sí mismo.
Las ideologías políticas, los nacionalismos y las religiones se han construido sobre esta base. No como negación del egoísmo, sino como su instrumentalización. El líder que proclama hablar por la patria, el sacerdote que invoca la palabra de Dios, el revolucionario que dice encarnar la historia, todos ellos movilizan el deseo individual, pero lo capturan en estructuras colectivas que niegan su singularidad. Prometen libertad, pero exigen sumisión. Prometen justicia, pero imponen dogmas. El resultado es una paradoja en nombre del bien común, se destruye la posibilidad de que cada uno viva según su propio criterio.
Y sin embargo, esta tensión no siempre es evidente. Hay formas más sutiles de egoísmo colectivo. Una de ellas se presenta como defensa de la razón, de la objetividad, de la lógica. Aquí, el ego no se somete al Estado ni a la Iglesia, sino a una moral racional que pretende ser infalible. Se le dice al individuo que es libre, pero sólo si actúa conforme a principios universales. Se le invita a pensar por sí mismo, pero dentro de un marco de valores inmutables. Se le ofrece la propiedad, el éxito, la independencia, pero bajo la condición de obedecer las leyes del mercado, del mérito, de la productividad. Así, el egoísmo es tolerado, incluso celebrado, siempre que sea funcional a un sistema que lo juzga permanentemente.
Esta moral racional se disfraza de liberación, pero reproduce las mismas lógicas de control que las ideologías totalitarias. No necesita un Dios para dictar la ley, porque convierte a la razón en nuevo juez supremo. No necesita un altar, porque transforma la eficiencia y la lógica económica en símbolos sagrados. El sujeto que vive en este sistema no es un creador libre, sino un engranaje que debe rendir cuentas a una maquinaria invisible. Su egoísmo no es libre, sino programado. Se le permite desear, pero sólo dentro de los límites que la racionalidad permite. Y cuando se desvía, se le llama irracional, fracasado, improductivo. La moralidad ha sido sustituida por la contabilidad, pero la lógica de obediencia permanece.
Frente a esto, la crítica más profunda no viene desde la ética ni desde la política, sino desde la ontología, desde una comprensión radical del individuo como ser irreductible, que no puede ser definido por ninguna regla universal. Este ser no acepta una ley moral impuesta desde fuera, ni siquiera en nombre de su propia razón. Rechaza la idea de una racionalidad que determine sus fines. Sabe que todo ideal, por más racional que parezca, es una forma de encierro. Y por eso, su egoísmo es una forma de insubordinación no contra los otros, sino contra la estructura misma que pretende decirle quién es y cómo debe vivir.
En este punto, la crítica a los sistemas que glorifican el ego sin permitir su plena expresión se vuelve inevitable. El pensamiento que dice defender al individuo, pero lo somete a una moral objetiva, incurre en una contradicción fundamental. Proclama la soberanía del yo, pero lo encadena a una lógica de deberes racionales. Afirma que cada uno debe vivir para sí, pero luego define con rigidez qué significa eso: producir, competir, ganar. No hay espacio para el error, para la duda, para el deseo sin justificación. El yo se vuelve un proyecto de ingeniería, se lo educa, se lo forma, se lo mide respecto al Estado o al Mercado. Y todo lo que se sale del molde es descartado como irracional o patológico.
En este marco, la figura del empresario, del innovador, del individuo exitoso se convierte en el nuevo ideal moral. No importa quién sea, sino cuánto logra, cuánto posee, cuánto demuestra su capacidad. Pero este ideal no libera, porque no deja de ser un modelo al que hay que ajustarse. El que fracasa, el que no compite, el que no produce, es excluido, despreciado, culpabilizado. La libertad se transforma en competencia, el deseo en rendimiento, el yo en cálculo. Y así, el egoísmo deja de ser una fuerza creadora para convertirse en una herramienta del sistema.
Lo más grave es que este sistema se presenta como natural, inevitable, incluso deseable. Se nos dice que es la única manera de ser libres. Que el mercado es el reflejo puro de las decisiones individuales. Que la razón es el único camino hacia la verdad. Que el éxito personal es prueba de valor ético. Pero esta narrativa es tan ideológica como cualquier otra. Solo que, en vez de invocar a Dios o a la historia, invoca a la eficiencia, a la lógica, al progreso. Y en ese gesto, oculta su dimensión de poder. Porque el que controla los criterios de racionalidad, controla lo que el individuo puede o no puede ser.
El egoísmo radical, por el contrario, no necesita justificarse. No quiere ser aprobado ni medido. No se somete a ninguna lógica externa. No niega la razón, pero no la convierte en ley. No niega la comunidad, pero no la convierte en deber. No niega la moral, pero no la acepta como límite. Vive en la apropiación constante del mundo, sin pedir permiso. Y por eso, no puede ser capturado por ningún sistema. Puede participar en ellos, pero no pertenece a ninguno. Su lugar es la frontera, el margen, el límite donde las estructuras pierden su coherencia y el yo puede volver a decir “yo” sin intermediarios.
Este tipo de egoísmo no es fácil de sostener. Exige una constante vigilancia contra la seducción de las ideas fijas, de las identidades cerradas, de los relatos salvadores. No busca certeza, sino potencia. No quiere respuestas, sino espacios. Y sobre todo, no busca legitimación. Por eso es tan peligroso porque no necesita ser útil, ni correcto, ni moral. Es, simplemente, una fuerza que se afirma. Y esa afirmación basta.
En contraste, todo intento de reconciliar el egoísmo con un sistema moral racional termina por traicionarlo. La moral que se presenta como herramienta de libertad termina siendo una forma de obediencia. El individuo que acepta esa lógica se vuelve prisionero de su propia idealización. Cree ser libre porque ha interiorizado el deber de serlo. Pero en el fondo, ha cedido su poder a una estructura que decide por él lo que significa vivir bien. El yo se convierte en gerente de sí mismo, en evaluador constante de su valor, en promotor de su rendimiento. Y así, el egoísmo se transforma en autoexplotación. Cómo planteaba Baudrillard, en el futuro no habrá un tirano que vigile bastra con cada uno y la privatización del Estado el objetivo fundamental y racional del liberalismo.
Sólo quien se atreve a vivir sin necesidad de razón última puede experimentar la libertad que el egoísmo contiene. No porque se niegue a pensar, sino porque no absolutiza ninguna forma de pensamiento. No porque rechace toda moral, sino porque no acepta ninguna como definitiva. No porque desprecie a los otros, sino porque no necesita fundarse en ellos. El egoísmo radical no es aislamiento, es autonomía. No es desprecio, es desobediencia. No es negación de los valores, sino creación de los propios.
Y en esta creación, todo sistema que se proclama defensor del individuo pero lo juzga desde fuera, queda desenmascarado. No es libertad lo que ofrece, sino domesticar el deseo. No es autonomía, sino normatividad encubierta. Y es justamente allí donde la crítica debe volverse implacable no contra la razón, sino contra su uso como dogma. No contra el éxito, sino contra su imposición como medida única. No contra la comunidad, sino contra su transformación en deber moral.
El egoísmo, cuando se libera de todos sus ropajes ideológicos, revela una verdad que asusta no hay camino, no hay destino, no hay ley. Solo hay voluntad. Y esa voluntad, al no tener límites prefijados, puede inventarlo todo. Por eso, los sistemas que pretenden domesticarla disfrazándola de virtud terminan fallando. Porque tarde o temprano, el yo se cansa de fingir. Y cuando despierta, el mundo que lo contenía comienza a resquebrajarse.
Pero el egoísmo no debe ser entendido únicamente como afirmación aislada. Hay una forma de comunidad que no niega al yo, sino que lo potencia. No se trata de la masa, ni del pueblo, ni de la nación como abstracciones totalitarias. Tampoco se trata de una sociedad regulada por contratos y leyes impuestas desde una moral trascendente. Se trata, más bien, de un vínculo entre singularidades que no se anulan entre sí, sino que se reconocen como irreductibles. En esta comunidad no hay deber, sino afinidad; no hay obligación, sino resonancia. Cada uno entra en relación con el otro no para diluirse, sino para intensificarse.
Esta forma de comunidad es una asociación entre voluntades que saben que no hay verdad absoluta, ni bien universal, ni finalidad última. Es una convergencia temporal de egoísmos lúcidos, conscientes de su poder y de su límite. Nadie se sacrifica por nadie, pero tampoco domina. El vínculo es libre, contingente, creativo. Es un estar-juntos sin jerarquía, sin centro, sin mandato. Aquí el “nosotros” no niega al “yo”, sino que lo revela en su dimensión más profunda, como ser que puede compartir sin perderse.
A nivel social, esta concepción permite pensar un Estado no como ente supremo que impone la ley, sino como espacio de mediación entre singularidades que se reconocen mutuamente. El Estado no es un juez moral ni un guardián del mercado. Es una estructura simbólica, transitoria, que existe mientras sirve al intercambio vivo entre voluntades. No hay monopolio de la fuerza, sino posibilidad de encuentro. El poder que circula no se concentra. El orden que se negocia no se impone.
Este modelo no garantiza obediencia, garantiza posibilidad. Y por eso, no puede fundarse en la lógica del castigo ni en la moral de la eficiencia. Solo puede sostenerse mientras cada uno lo desee. Cuando no lo desea, simplemente se disuelve.
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