La propiedad como expresión del ser (segunda parte)

 

La propiedad, en su sentido más profundo, ha sido siempre algo más que una mera posesión de bienes materiales. En un artículo anterior ya hablamos de la propiedad. Es, en su origen, una expresión íntima de la identidad, de la persona encarnada en el mundo; un símbolo viviente de pertenencia y cuidado, de arraigo en una tierra, en una cultura, en una comunidad. No es casual que las lenguas indoeuropeas compartan raíces entre el verbo "ser" y el verbo "tener", lo que es propio no se distingue de lo que uno es. Así como el cuerpo es la prolongación visible del alma, la casa, el campo, las herramientas o los libros son la expansión vital de quien los vive. Esta concepción de la propiedad como lo "propio" —no solo en el sentido jurídico, sino en el existencial— es fundamental para comprender su profunda transformación, e incluso perversión, en la modernidad. Allí donde antes había lo arraigado, lo vivido, lo construido con esfuerzo, aparece la mercancía, la abstracción, lo fungible. Lo propio deja de ser una realidad vinculada a la vida concreta del hombre para convertirse en un objeto desligado de su ser. Esta es la tragedia de la propiedad moderna, haber sido separada de la persona, convertida en una mercancía o, peor aún, en una herramienta de especulación, primero por el liberalismo, luego por el socialismo.

Tanto G.K. Chesterton como Hilaire Belloc comprendieron con claridad esta deriva moderna. Desde el distributismo, su crítica no era solo económica o política, sino profundamente antropológica. Advertían que el problema no era solo la acumulación de la propiedad en pocas manos —como en el capitalismo industrial inglés—, ni únicamente su absorción por el Estado —como en las fantasías colectivistas—, sino la pérdida del vínculo personal con lo propio. Cuando el hombre ya no posee su casa, su herramienta, su tierra, deja de ser libre en un sentido real. Pero más aún, deja de ser plenamente humano. La propiedad privada en su visión no era un privilegio de clases altas, sino una garantía de dignidad para cada familia, una estructura concreta que permitía al hombre vivir con autonomía, responsabilidad y continuidad. No era la propiedad abstracta del rentista o del burgués especulador, sino la propiedad tangible, encarnada, del campesino, del artesano, del tendero, del maestro.

Oswald Spengler, desde una visión más civilizatoria y menos cristiana, entendía la propiedad como una manifestación orgánica del alma de una cultura. En su visión cíclica de la historia, la propiedad no es simplemente una institución jurídica o económica, sino la forma visible de una relación entre el hombre y el mundo que lo rodea. En las culturas vivas, la propiedad nace de la sangre, del suelo, de una relación de fidelidad y de destino. El campesino tradicional no posee la tierra como un objeto ajeno que puede vender o hipotecar, sino que es poseído por ella, en un sentido recíproco y sagrado. La tierra pertenece a su linaje, a su comunidad, a su historia; no es un bien que se contabiliza, sino una realidad que se cultiva, que se habita, que se transmite. Con la decadencia de las culturas orgánicas y la llegada de la civilización fáustica —la del Occidente moderno—, la propiedad se convierte en una cifra, en un título, en una función del crédito. Ya no está vinculada a la vida ni a la tierra, sino al capital y a la abstracción. Se disuelve en los mercados como el alma en el espectáculo.

Este proceso de enajenación comienza de manera decisiva con el liberalismo clásico. Si bien se construye sobre premisas aparentemente nobles —la defensa de la libertad individual, la protección de la propiedad privada frente al poder estatal—, en la práctica el liberalismo borra la distinción entre lo propio y lo disponible. A partir de Locke y sus sucesores, la propiedad se legitima por el trabajo, pero ese trabajo es inmediatamente absorbido por una racionalidad mercantil. El valor ya no es lo que tiene sentido para el sujeto, sino lo que tiene precio en el mercado. La propiedad se convierte así en una mercancía: se compra, se vende, se transfiere, se acumula. El propietario ya no necesita tener una relación viva con aquello que posee; basta con que su nombre figure en un registro o que tenga acciones de una sociedad anónima. La desvinculación entre el hombre y su mundo se consagra como libertad. Pero no es libertad real es disolución de toda forma concreta de vida en el flujo abstracto del capital.

La revolución industrial acelera este proceso. El trabajador pierde el control sobre sus medios de producción, que son concentrados por una minoría de empresarios, protegidos por el Estado y por la ley. El obrero se convierte en asalariado, vende su fuerza vital a cambio de un salario, y ya no produce para sí ni para su comunidad, sino para un mercado anónimo. La propiedad de las fábricas, de las máquinas, de las tierras, se concentra en manos de quienes no viven de ellas ni en ellas. La distancia entre lo que se posee y lo que se vive alcanza niveles inéditos. A esta situación, el socialismo responde con una propuesta aparentemente opuesta pero igualmente alienante, la estatización de los medios de producción. Pero al colectivizar la propiedad, el socialismo no devuelve al hombre lo propio, sino que lo disuelve en una masa anónima. El sujeto ya no es propietario de nada, ni siquiera de sí mismo, es un engranaje del aparato estatal, una célula del organismo social, una abstracción sometida a la voluntad de un todo que lo trasciende y lo anula. El Estado se convierte en el único propietario real, y el ciudadano en un usufructuario condicionado.

En ambas versiones, liberal y socialista, la propiedad deja de ser extensión del ser. En el liberalismo, se transforma en fetiche del mercado; en el socialismo, en instrumento del control político. El hombre queda sin lo propio, sin lo íntimo, sin aquello que lo enraiza en su mundo. Es reducido a consumidor o a masa. Ya no cultiva, ya no hereda, ya no protege. Solo usa y desecha. Solo ocupa y transita. Incluso su cuerpo, su tiempo, sus relaciones, son tratados como propiedades negociables, y por lo tanto, como cosas que pueden serle expropiadas.

La modernidad tecnológica acentúa aún más esta alienación. En la era digital, lo propio se disuelve en lo virtual. La propiedad intelectual, los datos personales, incluso la imagen o la voz del individuo, son apropiables, manipulables, monetizables. Ya no hay diferencia clara entre el ser y el tener, ambos son absorbidos por una economía de la visibilidad y del rendimiento. El sujeto moderno ya no tiene casa, sino alquiler; no tiene herramientas, sino suscripciones; no tiene pertenencias, sino acceso temporal a plataformas. Vive en una economía de servicios que lo despoja de lo tangible y lo expone a una precariedad radical. Como anticipó Guy Debord, el espectáculo convierte la vida misma en una mercancía puesta en escena. Y como advirtió Jean Baudrillard, el signo reemplaza a la cosa, la simulación a la experiencia, la posesión a la existencia.

Se trata de devolver al hombre lo suyo: su tierra, su casa, su profesión, su memoria. De reconstruir comunidades donde la propiedad no sea acumulación sino cuidado, no dominio sino responsabilidad. Donde el campo vuelva a ser cultivado por quien lo habita, donde el saber se transmita como herencia y no como producto, donde el objeto tenga un uso y no solo un precio.

En este sentido, el distributismo sigue siendo una propuesta vital. Porque no pretende una utopía totalitaria ni un retorno imposible, sino una cultura de lo propio, una economía de escala humana, fundada en la familia, en la aldea, en la parroquia, en el taller. Implica rehacer el tejido de la propiedad no como conjunto de títulos, sino como red de vidas vinculadas. Y para ello, es necesario reeducar el deseo. Enseñar a querer lo que se puede cuidar, lo que se puede conocer, lo que se puede compartir. Enseñar que tener no es acumular, sino pertenecer; que poseer es dar forma a lo que se ama.

El destino de la civilización occidental —como intuía Spengler— está ligado a su capacidad de volver a dar sentido a la propiedad. No podrá sobrevivir si sigue desarraigando al hombre de su mundo, si convierte todo en objeto de cálculo, si reemplaza la fidelidad por la función. Necesitamos una economía del arraigo y una política de la herencia. Porque sin lo propio, el hombre no es libre. Y sin libertad verdadera, no hay cultura, ni justicia, ni vida digna.

La propiedad, cuando es vivida como extensión del ser, como continuidad del alma encarnada, es el fundamento de toda comunidad auténtica. En ella se cruzan el cuerpo y el mundo, el tiempo y la historia, el individuo y la tradición. Allí donde lo propio es respetado y compartido, florece la dignidad. Allí donde lo propio es negado, diluido o confiscado, el hombre se convierte en sombra. Por eso, recuperar la propiedad es mucho más que una cuestión económica es una tarea ontológica, cultural, espiritual. Es, en última instancia, una forma de salvar al hombre de su desaparición en el anonimato.


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